Crítica de cine
Hidra de luz
Puede que lo mío por Henry Mancini sea algo más que devoción y que si me gustan sus partituras y sus arreglos sea tal vez porque me producen un placer sencillo, casi elemental, que me permite percibir cierta sofisticación en las circunstancias menos propicias. Sin ser un músico capaz de sustraerte de la realidad, en cambio es uno de los mejores para hacértela más llevadera, hasta el punto de que no hay un martini que no mejore su sabor si en el momento de probarlo suena la melodía que nos recuerda la secuencia de «Charada» en la que el «bateau mouche» se desliza por el Sena como un témpano de flúor, como una hidra de luz. Cualquier conversación resulta más interesante si suena de fondo una de esas melodías de Mancini en las que a mí me parece que, a pesar del frío de la calle y de la lluvia en la ventana, siempre hace buen tiempo. Con el trasfondo de su piano parafraseando lo más agradable de la vida cotidiana, he conseguido a veces parecerle a mis parejas más inteligente de lo que soy. Puede que la suya sea eso que los intelectuales desprecian por considerarla «música de ascensor», pero a mí eso me trae sin cuidado. Yo no administro las emociones en función de su densidad académica, ni me planteo siquiera que Mancini pueda haber compuesto algunas de sus mejores partituras transcribiendo en un pentagrama el ruido de la cubertería del casino de Montecarlo al extenderla sin criterio sobre el teclado del piano. Me basta con haberme dado cuenta de que si la Audrey Hepburn de «Desayuno con diamantes» resulta hermosa mientras canta «Moon river» en la escena del alfeizar de su ventana es porque su rostro es hermoso aunque se haya maquillado con el agua del lavabo y también porque con la partitura de Henry Mancini cualquier mujer resulta diez años más joven y cinco quilos más delgada. Algo tendrá esa canción, en apariencia tan sencilla, para que haya perdurado como una de las memorables del cine. Aunque estas cosas son siempre opinables, resulta evidente que sin la melodía de Mancini a su favor, ni la belleza de Audrey nos parecería de verdad indiscutible, ni «Desayuno con diamantes» habría superado con tanta dignidad los inevitables estragos del tiempo. Hubo y hay actrices más hermosas que ella, y también las hay que resultan profesionales más brillantes, con la diferencia de que así como uno puede recordar la belleza casi dogmática del rostro de Ava Gardner, gracias al delicioso Henry Mancini podremos estar de acuerdo en que la de Audrey Hepburn es una cara que recordaremos no sólo por sus facciones limpias, por sus gestos tan aseados, casi farmacéuticos, sino, y sobre todo, porque aunque cometiésemos el pecado de olvidar su nombre, podríamos tararear su rostro.
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