Melilla

La nariz del Constitucional

La Razón
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Supongo que la causa será la sequía de noticias propia del estío informativo. Entre inundaciones asiáticas, Melilla, el fantasmón de la subida de impuestos, infraestructuras de quita y pon, las primarias madrileñas y otras especies veraniegas, esa sequía explica que sea noticiable la última sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley de Violencia de Género. No dice nada nuevo y se limita a repetir lo que dijo hace dos años a favor de esa ley.

No quiero amargarle lo que queda de vacaciones, ni por asomo anticipar el síndrome posvacacional, pero le propongo algo de gimnasia: hay que desentumecer los músculos de la memoria. Estamos en 2004. Tras la retirada de Irak –primera gran medida del nuevo Gobierno–, la segunda iniciativa de impacto fue el proyecto de ley de Violencia de Género. Era su «ley estrella». Yo entonces era miembro del Consejo General del Poder Judicial y como se sabe –y si no, no se preocupe, se lo digo yo– una de sus funciones es informar ciertas iniciativas legales del Gobierno. Una de ellas era ésta. Total, que nuestro Consejo recibía a porta gayola al primer gran proyecto de ley del nuevo Gobierno.

Salió el toro y la faena que hicimos fue memorable. La palabra que más empleó la Prensa fue la de «varapalo»: que si varapalo al Gobierno, que si varapalo a la Ley de Violencia de Género, etc. Así varias semanas. La crítica fue contundente, cierto, pero sólo jurídica. Tanto escoció que la mañana que debatíamos aquel informe fue la segunda vez que por SMS y tras los aciagos 12 y 13 de marzo de 2004, se convocaba «espontáneamente» una concentración antisistema, esta vez ante el Consejo y esta vez por feministas radicales. El informe lo redactamos mi compañero Adolfo Prego y servidor. Las pancartas y los berridos de la calle daban fe del respeto hacia las instituciones y hacia nuestras personas. Desde luego que aquél era un Consejo poco dado a la vida muelle; el tiempo lo confirma.

En las críticas coincidió el Consejo de Estado, y algunas las asumió de tapadillo hasta el mismísimo Gobierno. El Parlamento aprobó la ley –¡por unanimidad!– pero, como nosotros, todo el que se aproximaba a ella dudaba de su constitucionalidad. Centenares de jueces la llevaron al Tribunal Constitucional y de ahí proceden esas sentencias que la declaran constitucional, una de ellas es la de este verano.

Lo discutido es sólo un aspecto: si es discriminatorio que se castigue con más intensidad al hombre cuando agrede a una mujer por razones de género. La solución que da el Tribunal es sencilla pero dice mucho de su «estilo juzgador». Es el mismo estilo que ha mostrado con el Estatuto catalán y que inauguró con otras leyes como la del aborto de 1985, lo que hace presagiar que seguirá fiel al mismo cuando se trate de la nueva Ley del Aborto, «matrimonios» homosexuales o Educación para la Ciudadanía. ¿Cuál es ese estilo? Pegar la nariz al muro y no ver más que un ladrillo. Si se molestase en dar unos pasos atrás, quizás más que el ladrillo viese un edificio: no un Estatuto, sino una reforma constitucional fraudulenta; no el tratamiento penal de la mujer embarazada que aborta, sino un holocausto.

Para el Tribunal esa agravación penal es una libre opción política basada en el mayor reproche social que tiene la violencia que ejerce el hombre sobre la mujer. No le discrimina y que se base en la noción de «violencia de género» no impide inaplicar esa norma si la agresión no obedece al deseo de dominación del hombre sobre la mujer. Y poco más. Una buena sentencia para una nariz pegada a un muro. El caso es que no ha sabido –o no ha querido– enterarse de qué tiene ante sí.

De haberlo hecho quizás hubiera advertido no una ley fruto de la preocupación por la creciente violencia doméstica, sino una ley que inicia una gran empresa ideológica: inyectar en el torrente circulatorio del ordenamiento legislativo dosis masivas de ideología de género, de feminismo radical. Junto con las normas inspiradas en el nacionalismo, las inspiradas en la ideología de género forman parte de un cosmos totalitario. En este caso se impone una visión antropológicamente falsa, mendaz, de las relaciones entre hombre y mujer, y sobre una mentira mal se legisla, peor se juzga y se causa mucho daño.

La ley de Violencia de Género impone el prejuicio ideológico que el feminismo radical tiene de tal violencia, y desde la misma diseña todo: beneficios laborales, sociales y una nueva organización judicial, pues crea juzgados, les atribuye competencias, diseña procedimientos y todo exclusivamente para imponer ese prejuicio ideológico. Lo grave no es que discrimine al hombre, lo grave es que el Tribunal puede facilitar la vuelta a Mezger, a Edmundo Mezger. No lo digo yo sino el Voto particular de un magistrado que discrepa de esa sentencia. ¿Que quién es Mezger? No es un jugador de la Bundesliga: es el teórico del Derecho Penal de autor, uno de los pilares de la ideología nazi. Y la nariz bien pegadita al muro.