Historia

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Sólo buenas noticias

Por medio de la Ley de la Defensa de la República se prohibían informaciones que «perturbaran la paz o el orden público» 

Sólo buenas noticias
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E s historia vieja y muy conocida, pero enmarca bien el período. Como recogen las crónicas de la época, el 10 de mayo de 1931, domingo, se estrenaba el Círculo Monárquico Independiente con la elección de su junta directiva. Alguién sacó al balcón un gramófono y puso a todo volumen la «Marcha Real». En la II República española, ya se sabe, todo ocurría de manera espontánea, así que, espontáneamente, los transeúntes, fervientes republicanos al parecer, se indignaron y se arremolinaron a las puertas del edificio. Llegó en ese preciso momento el propietario de «Abc», Juan Ignacio Luca de Tena, optimista inveterado, se bajó del taxi, creyó que el gentío era de los suyos, gritó «Viva la Monarquía» y se lió el follón. Pronto corría por Madrid el rumor de que don Juan Ignacio había matado de un tiro al taxista porque le había respondido con un «Viva la República».

Mientras Miguel Maura, ex monárquico reconvertido en ministro de Gobernación republicano, enviaba a toda prisa a las Fuerzas de Seguridad, el gentío recordó, también espontáneamente, que la sede del «Abc» estaba a dos pasos de allí, calle Serrano arriba, y se fueron a quemarlo. Intervino la Guardia Civil, hubo tiros, dos muertos y una veintena de heridos. El «Abc» no fue incendiado, pero el Gobierno decidió incautar el edificio, prohibir la circulación del periódico y encarcelar al impulsivo Luca de Tena. Los motivos eran, por supuesto, nobles, la defensa de la naciente y frágil República, y así lo entendió «El Socialista», órgano oficial del PSOE: «El pueblo vigila y orienta y, así, el Gobierno se ha visto obligado a concretar la hostilidad popular en una medida de suspensión del periódico y de incautación del edificio. Nos parece muy bien que el Gobierno haya comenzado a ser enérgico; hay que aniquilar al enemigo», explicaba el editorialista.

El «Abc», pues, fue incautado con los aplausos de la Prensa de izquierdas y el silencio timorato de la mayoría de las derechas. Y, como no podía ser de otra forma, el poder tomó buena nota.

La República, ciertamente, no había empezado con buen pie, el humo de algunas docenas de iglesias incendiadas lo explicaba a las claras, y era forzoso protegerla. Así, Manuel Azaña impulsó la Ley de Defensa de la República, promulgada el 22 de octubre, que, entre otras disposiciones, dictaminaba como actos de agresión a la República el «difundir noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público», «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado», así como la «apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras». Los infractores podían «ser confinados o extrañados por un período no superior al de la vigencia de esta ley o multados hasta la cuantía máxima de 10.000 pesetas, ocupándose o suspendiéndose, según los casos, los medios que hayan utilizado».

Periódicos cerrados

Naturalmente, la aplicación de la norma, en la vieja tradición de «las leyes especiales», se sustraía a los jueces para atribuírsela al Gobierno y a sus delegados que, naturalmente, interpretaron que «la República» eran ellos y se pusieron con entusiasmo a la tarea de multar, censurar y cerrar periódicos incómodos. La crítica al Gobierno, o ¡mucho peor!, al gobernador civil de turno, se interpretaba como un intolerable ataque a la República. Se multaron a directores por no aplaudir con la debida diligencia actos culturales promovidos por el Gobierno, por criticar que los museos locales cobraran entrada los domingos y, por supuesto, por dar noticia de los sucesos violentos que jalonaban el camino republicano. Pero el celo no era exclusividad para con la Prensa como pudieron comprobar don Miguel Oyazo, inspector de utilidades; don Antonio Bros, don Enrique Paso Díaz, escritor, y don Manuel Poblaciones, funcionario de Hacienda, multados con 2.000 pesetas cada uno por haber proferido en un cabaret «gritos subversivos», seguramente monárquicos, aunque no se especificaba en la nota de sanción.

La Ley de Defensa de la República tenía un defecto: quedaba derogada cuando se disolvieran las Cortes Constituyentes. Pero lo arregló Azaña por el procedimiento de hacerla aprobar como artículo transitorio a la nueva Constitución. Sí, a esa Constitución que en su artículo 34 decía: « Toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a la previa censura. En ningún caso podrá recogerse la edición de libros y periódicos sino en virtud de mandamiento de juez competente. No podrá decretarse la suspensión de ningún periódico, sino por sentencia firme». Un artículo que suena como broma macabra para un período de España en el que las libertades individuales nunca llegaron a estar realmente vigentes y en el que, entre unas cosas y otras, fueron cerrados, suspendidos o gravemente multados más de un millar de periódicos, revistas y hojas volanderas de todos los signos e ideologías.