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Perfiles del gorrón

La Razón
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La crisis económica nos puede convertir en adventicios gorrones por necesidad, pero nada tenemos que ver con el gorrón crónico habitual, que en cualquier tiempo se siente una víctima, con todo el derecho a resarcirse en justicia, mediante la supuesta generosidad del prójimo. No estoy capacitado para dar un diagnóstico clínico de la gorronería, pero sí el fruto de una particular experiencia. Por mis condiciones de vida –demasiado prolijas de exponer– me he visto rodeado de gorrones mayúsculos, verdaderos figurones de teatro, protagonistas de una comedia molieresca, que se titulase «El gorrón».Existen personas que, por aleatorios traumas infantiles o cualquier otro motivo, se sienten víctimas toda su vida, piensan, se mueven y actúan como tales, aunque sus asuntos les vayan bien y tengan a la suerte de cara. Ningún acontecimiento favorable les hace cambiar, ni existe tratamiento médico para prevenir esa deformación mental. Pudiera ser hereditario y transmitido por algún gen, misterioso y antiguo. «El clásico gorrón». Si nos creemos víctimas de todo, de todo exigimos reparación. Y de ello se desprenden situaciones de lo más enojosas. Como a la víctima se le debe reparación, pueden llegar a pensar que les debemos un café, la invitación a un buen restaurante, a compartir sus conflictos y ser, de inmediato, su más prolijo confidente o confesor, incluso apresurarse en hacerles donación de un piso. Así, de repente, nada más demostrarles un poco de atención cortés. Es una desconcertante sorpresa que, alguien que terminamos de conocer, se nos exponga tan abierta y sinceramente, y nos muestre su esperanza en nuestra capacidad de remedio. Que, según ellos creen, a nosotros no nos cuesta nada. No sabemos bien qué remedio es ese. Pero es un remedio universal: que les resolvamos la vida. –«¡Oiga! ¿Con qué derecho? Ya es bastante con que tratemos de comprenderle, de sugerirle alguna estrategia que la ayude a salir del atolladero». Pero no podemos quitárnoslo de encima. Nos busca y nos encuentra, con el regocijo de quien ve el cielo abierto. ¡Qué peligro para nosotros, si no rompemos de inmediato con ese malentendido amistoso! Sólo un poco de piedad, nos puede condenar a soportarle durante años. Puede convertirse en un impuesto, decidido por nuestro destino, ni siquiera por nuestro buen corazón. Nos hemos abandonado, nos hemos dejado caer. Y es como si nos hubiera salido un divieso en el cuello, para llevar hasta la muerte. Alguien que nos quiere bien, puede indignarse con ese supuesto favoritismo y decirnos. –«¿Cómo soportas a ese gorrón, si sabes además que sois todo un grupo que lo mantiene y no eres el único? Vive de balde, es conocido en todas las embajadas y hace viajes al extranjero sin gastar un euro. Lo suyo, es un género de delincuencia». La perfecta gorronería no atiende a este solo modelo. He tenido la suerte o la desgracia de que en mi familia existan muchos curas. En mi casa entraban y salían seminaristas, amigos de mi hermano, de dos confesiones diferentes. Mi pobre madre y mi hermana, los atendían a todos, como una obligación o un mandato que viniera de lo más alto. Al respetable señor cura, se le debe un agasajo en todo hogar cristiano. Pero atender a tanto «futuro señor cura», era de lo más oneroso: Pan, mantequilla, leche, chocolate o té, como si hubiéramos establecido una cantina gratuita, en la que se celebraban verdaderas cuchipandas teológicas, y en las que también se confiaban tentaciones y riesgos. Yo me quejaba. Había uno, sobre todo, que era ese figurón de comedia. Mandaba en mi casa, en la que «todo se le debía», en aquellas dos pobres mujeres, encantadas con que mi hermano profesara y resignadas a servir a la implacable gorronería eclesiástica. Terminemos con un pequeño chiste, sobre ciertos perfiles del gorrón. Es bien conocida por los profesionales del teatro, la petición de entradas gratuitas o furtivas para el espectáculo en que trabaja. En tiempos de Franco, al Teatro Nacional María Guerrero, cuando lo dirigía Luis Escobar –sospechoso de homosexualidad y rodeado de un equipo afín– se le llamaba «Sodoma y De gorra».

Francisco Nieva. De la Real Academia Española