Lorca
El mito de la muerte de Lorca
Que Lorca ha sido durante décadas uno de los personajes más chuleados de la Historia española no admite discusión. Hace no tantos años, un conocido comunicador pidió el voto para el PSOE para evitar votar a «los asesinos de Lorca» y sabido es cómo hay gente, incluso venida de allende el mar, que se ha dedicado a vivir de Lorca y especialmente de su fusilamiento como el que se dedica a la fabricación de automóviles o a la extracción de materias primas procedentes de las entrañas de la tierra. Llama por eso la atención que la última obra dedicada –y extraordinariamente bien documentada– a la muerte del poeta llegue a la conclusión de que Lorca no fue pasado por las armas por razones políticas sino por odios familiares. Las rencillas venían de lejos y el propio Lorca arrojó leña al fuego al escribir «La casa de Bernarda Alba» pintando un cuadro negro y cruel de la otra familia que, desde luego, no era como la reflejada en el extraordinario drama rural. De no haber estallado una guerra civil, de haber pasado años desde la redacción de la obra, de haber estado en otro lugar, incluso de haber transcurrido ya unos meses desde el inicio del conflicto fratricida, Lorca seguramente habría salvado la vida. Sin embargo, las circunstancias en su contra se acumularon. El odio, que venía de atrás, se había exacerbado recientemente; la revolución y la contrarrevolución habían abierto las puertas a cualquier ajuste de cuentas y la flor negra de la ambición más vil germina en ese tipo de situaciones. El resultado final fue el fusilamiento de Federico García Lorca. Semejante dato priva a los partidarios del mito político de una bandera, pero nos permite ahondar provechosamente en la realidad de una guerra civil. Tras la capa de la represión perpetrada en nombre de la revolución de los pobres o de la defensa del catolicismo, se ocultó no pocas veces el deseo de no pagar una deuda, de vengarse de una afrenta, de saldar la amargura de un desaire amoroso, de calmar la sed provocada por el resentimiento. Se fusilaba al sacerdote o al falangista, pero, en realidad, el motivo era la envidia y el rencor. Se acribillaba al socialista o al anarquista, pero, en verdad, la causa era el miedo y el odio. Es cierto que en las guerras civiles hay héroes e idealistas. Es cierto que no faltan las gentes nobles e incluso los que perdonan al prójimo. Es cierto que no escasean los que se juegan la vida y creen en su causa de todo corazón. Pero, al mismo tiempo, agazapados en los lugares más siniestros, reptan los que ansían, como dijo aquel socialista, fusilar a todo el que sepa más que la regla de tres o, como señaló alguno de los encantados con la muerte de Lorca, «meterle un tiro por el culo a ese maricón». La manera en que la guerra –y, en especial, las civiles– nos enfrenta con lo más abyecto de la naturaleza humana debería estar presente en nuestros corazones y en nuestras mentes más allá de las falacias de la Memoria histórica y de cualquier otro adefesio nacido del sectarismo. Ciertamente, de esa manera, muchos se quedarán sin sus mitos más queridos, pero conocerán una verdad que no puede ser pasada por alto.
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