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Un pequeño reflejo por José JIMÉNEZ LOZANO
Los gansos del capitolio avisaron de la llegada de los bárbaros, y no se los oyó. Un belén y una luz en la noche, soterrados, avisan igualmente
Recuerdo a una joven profesora, explicando a sus alumnos, hace unos años, en El Prado, el cuadro de «La Huida a Egipto» del Greco, recién adquirido por el Museo, y diciéndoles que estaban ante una escena de emigración, y evitando toda alusión a la historia bíblica que inspiraba la pintura, o quizás hasta ignorante de ella; pero no sólo estaba diciendo la verdad, sino repitiendo esa historia bíblica que es la que habla de una emigración o exilio, y esa vez por razones políticas. Es decir porque un sátrapa de la época quería matar a ese niño de quien le habían hecho creer que le movería el trono, como había matado a otros niños de su misma edad por si el peligro era alguno de ellos.
También podía haber añadido la profesora en cuestión que, antes de nacer este niño, sus padres ya se habían visto obligados a hacer otro viaje por el capricho, o más bien necesidad, por parte de otro sátrapa, de hacer un censo para lo que se han hecho siempre los censos: para imponer tributos y para saber quién es cada quien, por su nombre, para llamarle a la guerra o a trabajos monumentales y faraónicos. Así que los antiguos pensaban, con toda la razón del mundo, que, si había que pagar tributos y había conscripciones militares o faraónicos trabajos públicos y el sátrapa sabía el nombre de cada cual y dónde vivía, no había libertad: y los egipcios se dejaban sacar la piel a tiras antes que decir su nombre verdadero. Y el caso es que ese asunto del censo había dado lugar a que el mentado niño naciera en una especie de establo, y ello sucedió en el solsticio de invierno o, más bien se señaló ese solsticio de invierno para conmemorar ese nacimiento, porque el cristianismo naciente asumió la alegría y esperanza que los hombres sentían con la vuelta del sol para unirlas a su fe en Cristo como verdadero «sol invictus», y así tiene dos polos esta cuestión de la Navidad tal como en nuestro mundo se presenta. Es decir, o se la mira como a un mito solar, –aunque en realidad ni siquiera habría mito en la esperanza con que los hombres esperaron siempre que creciesen la luz y el calor–, o se la mira como una leyenda, obviamente molesta o subversiva para los poderes de este mundo.
Y todo esto, porque cualquier niño aprendía muy pronto con estas historias, y manejando las figuras de los pastores y las lavanderas de su belén, que ésta era la gente que pagaba y sigue pagando los gastos de la historia y sus fastos, y tanto los gastos de los imperios como los de las revoluciones; y también la gente que siempre tiene que andar yendo de un sitio para otro, para buscar su pan o huir de los caprichos esclavizantes u homicidas de los sátrapas. Ayer como hoy, por mucho que las cosas quieran disimularse, o se disimulen de hecho pervirtiendo el lenguaje o echando sobre el asunto toneladas de sofistería.
Nadejda Mandelstam, refiriéndose al poema de su marido «Las hojas secas de octubre», dice que ese poema habla de los hombres que «no conocen Belén y no han visto el pesebre». Y todavía años más tarde cuenta Sandor Marai que ha conocido a esta clase de hombres en los que, además, había muerto «el reflejo fisiológico de la cultura heredada», aunque todavía en los mayores de cuarenta años había otras gentes en las que ese reflejo pervivía. Es decir, todavía permanecía el «yo››, y no había sido disuelto en la sociedad, el gran abstracto, como única realidad. De manera que, en último término, si en esta nuestra cultura heredada, que fue a Belén un día, no tiene ya siquiera un reflejo fisiológico de ello, es que peligramos. Los gansos del capitolio avisaron de la llegada de los bárbaros, y no se los oyó. Un belén y una luz en la noche, soterrados, avisan igualmente.
José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes
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