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Crítica de cine

Furia de papel

La Razón
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A pesar de que fui educado en la bondad, que yo recuerde, desde niño quise ser un hombre malo. No soportaba que en casa me pusiesen como ejemplo de niño dócil cada vez que había visita. Siempre me avergoncé de mis buenas cualidades y a menudo me ruborizaba con los elogios de tanta santidad. A los nueve años me pusieron gafas. Aquello fue muy duro para mí porque me apartó del riesgo de muchos juegos y determinó que me dedicase a leer. Mientras los otros chiquillos se liaban a pedradas en la calle, yo leía a Shakespeare, a Unamuno y a Palacio Valdés. Me convertí en un profiláctico niño al que le olía a papel el aliento. Eran tan limpio y tan preventivo, que mi madre me recuerda como el único chiquillo del barrio que gateaba en cuclillas. También estaba delgado, muy delgado, demasiado delgado. Tanto, que en verano me abrigaban para que se me viese mejor en las fotos de familia. A mi madre solía decirle que quería ser sacerdote, pero eso lo hacía para ser coherente con mi aspecto presbiterial y afligido, porque en realidad a los diez años sólo quería ser corpulento. Miraba la pila de libros y me entristecía pensando que el provecho de leerlos no sería en absoluto mayor que el placer que obtendría si pudiese destrozarlos a bocados. Ahora supongo que si huía del cálido afecto de mi madre era porque había calado muy hondo en mí el ferviente deseo de inspirar recelo, temor, acaso repulsión. Entonces me asomaba a la ventana y miraba con envidia como se peleaban los chicos de la calle y la emoción casi sexual con la que esperaban su sangre las chiquillas. ¿Qué podría haber hecho yo en medio de aquel jaleo? ¿Cómo podían aceptar en la pelea a un muchacho que antes de hablar carraspeaba como un filólogo? En una ocasión vi en el periódico una foto de Max Baer trajeado y con gabán. Fue aquella la primera vez que sentí el deseo de ser boxeador. Max Baer era rudo y al mismo tiempo tenía empaque. Con sus manos podía noquear a cualquiera casi sin desplancharse, como si lo hubiese tumbado por correo. Yo imaginaba que aquel tipo seductor y violento tenía pegada de hombre y sudor de mujer. El caso es que me fui con el periódico al baño, cerré la puerta y me miré al espejo. Me decepcioné al instante. Pensé que jamás podría ser como Max Baer, no sólo porque me faltaban furia, decisión y entrenamiento, sino porque con lo delgado que estaba sería difícil que pudiese sobrevivir más de cinco minutos al peso de aquel maravilloso gabán tan masculino. Recuerdo que con la decepción se me descompuso el vientre. Y que pensé que en mis circunstancias tendría que conformarme con la suerte de que al sentarme en el retrete me llegasen los pies al suelo.