Estreno teatral
El hombre tranquilo
Encontré a Zapatero tranquilo, confiado y optimista, le digo a un colega que me pregunta por el antes y el después de la entrevista del presidente del Gobierno, el lunes en Antena 3. Es más, le encontré sereno, como si la crisis no le hubiera rozado. El propio Zapatero me dijo al terminar: «¿Por qué me has puesto esa imagen de hace diez años? El poder no me ha desgastado, ¿o es que tú no me ves bien?». Y confieso que yo le vi bien. Relajado, afable y educado como siempre, como él es en las distancias cortas, distendido, encantado y encantador. «Hay gente –replica– que va diciendo que estoy bajo de ánimos, pero de eso nada, estoy perfectamente».
Las razones me las da él mismo. No ha perdido ni un ápice de su optimismo antropológico. Y me cuenta que hace deporte todos los días que puede, que se levanta a las 6 de la mañana para correr. Y sobre todo, que duerme tranquilo. Así es que va a tener razón, pienso yo: si con la que está cayendo concilia el sueño y sigue optimista, las ojeras que luce y las canas que le asoman serán por los años que va cumpliendo, 50, no por las preocupaciones. Miedo me da que así sea. Verdaderamente no entiendo por qué no ha confesado alguna inquietud...
Decía Margaret Thatcher que «la misión de un político no es la de gustar a todo el mundo», obviando que la devoción de un político consiste en ganarse la confianza del mayor número de ciudadanos posibles. Por eso ante la cámara, Zapatero se comporta como un hombre esquivo, sólo dispuesto a ajustarse a su guión. Aquí no está ni tranquilo, ni confiado. Rehúye las preguntas sin regalar un titular, convencido de que el interés por conocer la verdad de las cosas es un capricho de la incómoda periodista, y no del espectador. Tremendo error. La periodista pregunta lo que a cada hijo de vecino le gustaría interrogar a un presidente como él, si le tuviera delante. «¿Presidente, de verdad alguna vez no ha pensado en irse para no tener que aplicar políticas tan alejadas de su ideología?». Un pregunta humana, que él despeja con una respuesta sobre reformas iniciadas, índices encaminados, estadísticas cuadradas y objetivos cumplidos. Como los viejos feriantes callejeros, que a base de parloteo pretendían vender las delicias de la manta. La misma monserga de siempre, las peroratas conocidas ajustadas al guión de lo que se considera ha de ser un buen político. O sea, ¿dónde vas?, manzanas traigo. Como si el espectador fuera un memo, que se conformara con una respuesta de argumentario de partido.
Zapatero no practica eso de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad –no seré yo quien diga eso– pero sí se emplea a fondo en la propaganda política. Sin concederse una confesión personal, una pequeña debilidad, un guiño ojeroso, un quiebro humano para encontrar la complicidad de un público no propicio a creerle. Pero no se desanimen. Lo mismo podría escribir de Rajoy. El primero que asome humanidad, por lo menos, dobla la partida.
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