País Vasco

Cumplimiento por Alfonso Ussía

La Razón
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Ya he cumplido con la obligación de cada verano, y en el presente caso, con luz y taquígrafos. He estado unas horas en la playa. A medida que se cumplen años, la experiencia es más penosa. La ventaja del mar es que no te habla de la crisis. Sucede que los usuarios playeros no tienen la buena educación del mar, y la crisis no se les cae de la boca. «Mira. A estas alturas de julio y apenas hay gente». Para mí, que estaba igual que todos los años en esta época. Además, estas playas del litoral occidental de La Montaña son inmensas. Veo en los informativos imágenes de otras playas más reducidas, y la aglomeración de bañistas es evidente.

En Australia, un tiburón blanco se ha merendado a un surfista. Es el quinto del año. Por un reportaje de tiburones en la hora de la siesta, he sabido que el temible tiburón blanco se mueve por todos los océanos y mares del mundo. Y que uno de sus lugares preferidos para nacer es el Mediterráneo. Del Mediterráneo al Cantábrico no hay suficiente distancia para que un tiburón blanco desista de la visita, y ello ha contribuido de manera fundamental para que haya prohibido a mis nietos volver a la playa. Están felices con mi decisión, porque nada le aburre más a un niño que la playa. Quemaduras, picor arenoso, frío groenlandés y un espectáculo bochornoso por parte de la humanidad allí presente. En las playas del norte de España, con la marea baja, abundan en la orilla, enterrados en la arena, unos peces llamados escorpiones que son «muy cabroncísimos», como por aquí se dice para subrayar los superlativos. En el vecino País Vasco se conocen como sabirones o sabiroyas, y el único motivo de sus vidas es clavar en la planta de los pies de los bañistas, niños preferentemente, las púas venenosas de su aleta dorsal. Entonces el niño da un alarido, llora con plena justificación del llanto, es atendido por otros bañistas y los voluntarios de la Cruz Roja, y cuando ya el veneno ha aceptado despedirse del pie herido, el niño se incorpora y le cae una cometa en la cabeza. Para mí, que no soy nada amigo de prohibir, la venta de cometas tendría que estar vedada. Son artilugios peligrosísimos en manos de inexpertos, porque nadie es tan imbécil como para especializarse en manejar cometas.

Entre un comentario sobre la crisis y otro acerca de la prima de riesgo, los robustos ejecutivos juegan a las palas. El artículo se elimina, para resultar más elegante: «Vamos a jugar a palas». Ello garantiza la molestia permanente de quienes, en contra de las recomendaciones médicas, toman el sol en el entorno inmediato a los que juegan «a palas». Así, que ya tenemos varios motivos suficientes para renunciar a la playa. El calor, el frío, el picor, los tiburones blancos, los escorpiones, las cometas desorientadas y el juego «a palas». Hemos olvidado las tablas.

Las tablas, como su nombre indica, son tablas. De madera y con una pequeña quilla que puede partir en dos al típico bañista del norte, que no es otra cosa que un saltador de olas. La tabla es más peligrosa que el tiburón blanco, al menos en las playas del norte de España, y los datos estadísticos así lo demuestran. En los últimos diez años no se han dado casos de ataques de tiburones blancos en nuestras playas, mientras que más de 12.700 bañistas han sido leve, grave o gravísimamente heridos por las tablas, sin contar los catorce fallecimientos constatados. No son, por fortuna, las playas norteñas escenario de aglomeraciones de esquiadores náuticos. Exceptuando en las bahías, el Cantábrico es un mar macho y rizado, y el esquí precisa de aguas calmas y sin sorpresas. No obstante, siempre hay algún mastuerzo que lo intenta, e inmediatamente es motejado por todos los bañistas como «el tonto del esquí». En 2003, coincidiendo con mi visita anual, se dio un caso de «tonto del esquí» que se comentó en grupos y tertulias durante todo el verano. Esquiaba junto al cabo de Oyambre en la zona denominada del «Pájaro Amarillo», así llamada por el aterrizaje de emergencia de un avión francés a principios del siglo XX con ese mismo nombre. El piloto de la lancha rápida no era gran conocedor del medio y efectuó, muy cerca de la playa, una maniobra de curva cerrada que obligó al esquiador a abrirse en demasía. Tan en demasía, que se topó de golpe con las rocas del cabo de Oyambre con resultado de fallecimiento inmediato. Quedó, como escribió el gran «Ludi» en su «Castello Sangrienti» como un «centolli sin casqui». De ahí, la escasa afición por el esquí en esta zona maravillosa en la que me hallo, y la enorme expectación que se crea en la playa cuando aparece un «tonto del esquí» en el horizonte.

Así, que prudencia y una sana recomendación. Los niños en la playa sufren. He conseguido no escribir de la crisis. De nada.