San Sebastián
Cádiz un rincón mágico
El día que me la presentaron apenas tenía 14 años. Una edad pronta para enamorarse... o al menos eso pensaba yo. Fue a media tarde, cuando las entrañas de su mar de plata se merendaban sin remedio al sol. Quedamos en el mismo rincón en el que ella viene haciéndolo con todos sus pretendientes desde hace más de 3.000 años. No hubo problema, un servidor nunca fue celoso.
Hoy, a mis 31 años, cada febrero vuelvo a verla. Lo hago no sin antes sentarme un rato a charlar con su madre, el barrio de la Viña.
No habrá rinconcito en el mundo que haya recibido más cartas de amor, pasodobles y piropos en forma de coplas que la Caleta. Dios creó el mundo en seis días y el séptimo se pasó por Cádiz. Paseó por la calle de la Palma y un viñero le invitó a un papelón de chicharrones y a una copita de manzanilla en el manteca. «¡Aquí no se fía pisha!», gritó el tabernero cuando vio que, al parecer, allí «no pagaba ni Dios».
El cielo color granate los avisó. La Caleta les estaba esperando. Mismo sitio, misma hora, misma cita. Esa tarde las barquillas marineras ya estaban allí. Igual que sus pieras y sus erizos de mar, sus mojarritas y sus caballas caleteras. Al fondo, el castillo de San Sebastián como padrino del encuentro.
Cádiz, caprichosa, esconde muchos tesoros bajo el mar. Otros asomaron hace siglos para hacerse eternos. Que se lo pregunten si no a Dios, a Don Paco Alba.
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