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Hay que indignarse

La Razón
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Corren tiempos de indignación y en algunas zonas del planeta se manifiesta en las calles y plazas, como en Egipto o antes en Túnez (con más éxito). Oriente Medio es un hervidero, una olla que bulle, cuyo resultado es incierto: sabrá a caldo o a especies demasiado fuertes al paladar. En nuestro país, vamos sumando parados y hemos logrado un nuevo récord sin que se vislumbre, a corto plazo, una solución, salvo la de cobijarse bajo las alas del escudo alemán y marcar el paso de la oca. Retrocede Occidente entero, fruto de una globalización que deja sentir sus efluvios en todos los sectores. Nuestros vecinos franceses descubrieron, antes de Navidad, un folleto de 32 páginas, que entienden como libro, cuyo autor es un personaje heroico extraído de la historia del pasado siglo, aunque casi parece del anterior. Al precio de 3 ha logrado ya superar el millón de ejemplares y su título lo viene a decir casi todo: «Indignez vous!» (¡Indignaos!) que en marzo aparecerá, se anuncia, en español (Destino), con un texto complementario de José Luis Sanpedro. Su autor, Stéphane Hessel, nació en Berlín en 1917 (cuenta, pues casi 94 años) y, junto a sus padres, se trasladó a París en 1925. Su madre, dicen, fue el modelo del personaje femenino, Catherine, interpretado por Jeanne Moreau, en el emblemático filme generacional de François Truffaut, «Jules et Jim». A lo que parece, su padre tradujo Marcel Proust al alemán. De origen judío, Hessel se naturalizó francés en 1937, acompañó al general De Gaulle durante su exilio en Londres y fue lanzado sobre Francia para participar en la Resistencia, en 1944. Estuvo en el campo de concentración nazi de Buchenwald, como Jorge Semprún, aunque logró evadirse en un traslado saltando de un tren en marcha y se incorporó a las tropas estadounidenses. Formó parte de la Secretaría General de la ONU y en 1948 participó en la redacción de la emblemática y nunca respetada Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Esta leyenda viva de los avatares del pasado siglo escribió este folleto principalmente dirigido a los jóvenes europeos, difundido en treinta países y diversas lenguas, para animar a la juventud no tanto a la revolución, como se hiciera desde finales del siglo XVIII (ya sólo los cubanos enarbolan tan exhausta bandera), sino a lo que el autor califica como «insurrección pacífica», algo que estamos contemplando en nuestros televisores en el Norte de África, pero que no parece adecuado en sociedades desarrolladas, ya sean francesas o no. Pero ¿qué significa la indignación entre nosotros? Tan sólo una actitud moral de escasa eficacia práctica. Equivaldría en una sociedad democrática a lo que en castellano se entiende como derecho al pataleo. Y claro está que no faltan motivos, cuando vemos cómo se recortan logros sociales que costó lograr. El nonagenario Hessel pretende que los jóvenes se levanten contra la invisible dictadura de los mercados financieros. ¿Cómo hacerlo sin escapar, al tiempo, de una sociedad consumista? Sí, son millones los occidentales y no occidentales, que han superado el límite de su paciencia, pero no se observa aún en el horizonte otra alternativa que plegarse a los dictados de los más fuertes, al transformismo político, a las ambigüedades, al constante recorte del antes enaltecido estado del bienestar. Aquí se empezó con recortes salariales, pensiones y se habla en exceso de mantener con dificultades la seguridad médica universal, aunque ya recortando prestaciones.
La dilatada vida de Hessel, que ha alcanzado numerosas distinciones por sus indudables méritos, nos retrotrae a un modelo periclitado. Él logró ver, como tantos ancianos en nuestro propio país, más o menos dados al compromiso, cómo iba transformándose la vida cotidiana colectiva, cómo se alcanzaban cotas de bienestar sin preguntarse si ello no sería el resultado de la explotación de otras sociedades que sobrevivían bajo mínimos. Porque existe no sólo un Tercer Mundo, sino un Cuarto, y no queda muy lejos del barrio de la ciudad en la que vivimos. Podemos y debemos indignarnos de la creciente pobreza a nuestro alrededor. Nos indigna que Alemania contrate a jóvenes diplomados en paro, aunque cobrando el salario mínimo de aquel país y que, además, solicite el nivel medio de lengua alemana. Ya no es sólo que regresemos a la emigración –que entendimos olvidada– del pasado siglo. Es algo peor. Ahora ya no exportamos mano de obra barata, sino cerebros baratos, porque en estas tierras de la soleada España no hay ni ocupaciones ni esperanza inmediata de haberlas. Aquello que nos pareció una «boutade», lo de trabajar más para cobrar menos, se ha convertido en la triste realidad que nos agobia. Hay que indignarse por el incremento de los carburantes que aumenta la inflación y retrasará cualquier expectativa de crecimiento. Pero ¿para qué indignarse?, pensarán nuestros jóvenes, si, más o menos, todo forma parte del color gris del ambiente. Reclama nuestro Presidente que Alemania juegue al ataque y no a la defensiva. Pero ¿contra quién? Los mercados no deberían entenderse como enemigos, sino aliados. España ha hecho ya toda suerte de regates y se ofrece como jugador de medio campo. Cualquier sacrificio parecerá escaso frente a los países emergentes. Estamos en el euro y ello supone quedarse a la zaga. El ataque está en China, en la India, en Brasil y los EE.UU., en un juego poco brillante. Sí, seguimos indignados, pero no dispuestos a combatir contra fantasmas.