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Abajo el tanatorio

La Razón
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Era el Talleyrand español. El hombre convencido de que hay verdad en todas partes y conviene buscarla con tenacidad. El que cree siempre en la diplomacia y el diálogo. Encajó en la dictadura y en la democracia y, a la vez, no encajó del todo en ninguna, precisamente por esa flexibilidad envidiable. Hay muchas cosas que le envidio a Fraga. Por supuesto, la fortaleza física para empezar. Gabi Cisneros me contaba de esa capacidad de levantarse al alba y recorrer pueblo tras pueblo en extenuante campaña electoral con el sólo requisito de echar una cabezada en el coche entre parada y parada. «Salía fresco como una lechuga, mientras los demás estábamos destrozados de cansancio». Manuel Fraga era tronante e impertinente en las entrevistas, pero sólo hasta que comprobaba que no tenía delante a un indocumentado. Recuerdo unencuentro en la Casa de Galicia, donde tan pronto entendió que yo sabía quién era Castelar, se relajó y bajó el tono. Envidiaré siempre su memoria prodigiosa, su cultura, su olfato político, su valentía, su capacidad para mirar más allá de nuestras fronteras. Y, ahora que ha muerto, envidio que no tuviese que visitar el tanatorio. Odio los tanatorios. Son los supermercados de la muerte, el truco escénico para hacernos creer que las casas privadas nada tienen que ver con finales. Yo creo que las personas tenemos derecho a ser veladas entre las paredes en que nos cobijamos y junto a los libros y muebles que amamos. La sola idea de que me expongan al público detrás de un cristal me parece ridícula. Manuel Fraga ha tenido la suerte –que nos es vedada al común de los mortales por un insufrible estatalismo– de ser despedido en casa y viajar al cementerio tras ser bajado por sus deudos por las angostas escaleras del barrio de Argüelles. Esa caja con su cuerda sencilla me pareció un gesto último de humanidad del que se bañaba en el mar como una foca sana y movía los brazos como un molino gigante. En nuestra sofisticada sociedad, la muerte queda fea y el hospital y el tanatorio se disputan el papel de trampantojo, de manera que no podamos decir, mirando el salón: «¡Aquí velamos a fulano! ¿te acuerdas?». Supongo que las autoridades no van a hacerme ningún caso y mis hijos se verán obligados a incluirme en el letrero luminoso que anunciará en su día la lista de los que nos morimos a la vez y somos expuestos simultáneamente en un tanatorio, pero a mí me gustaría morirme y ser velada en casa. Con carajillo para las visitas, chistes entre los que se conocen y se alegran de verse, aunque sea de funeral en funeral; misa en la salita y responso consolador. La vida y la muerte son caras de la misma moneda y es verdad que uno muere como vive. Hasta en eso envidio a Fraga. Qué suerte.