Literatura
Talento con lencería
Como en estas cuestiones lo mejor es curarse en salud con el respaldo de una opinión femenina, recordaré lo que hace algunos años me dijo de madrugada en su casa de la costa la veterana escritora Kate Sinclair: «La crítica literaria elogia mis actitudes progresistas, mi comportamiento iconoclasta y mi coherencia ideológica, como si se tratase de arduas conquistas de mi inteligencia o fuesen el merecido resultado de mi talento. Jamás desmentiría eso, pero en el fondo me río de la visión tan elevada que tienen de mí. ¿Qué diablos saben ellos acerca de los pasos que he dado hasta llegar a ser lo que soy?» A Kate su prosperidad en el oficio de escribir no le impedía reconocer que «(…) habría preferido mil veces ser una mujer hermosa y seductora antes que ser una pluma brillante. Mi éxito profesional es parte de los estragos que me produjo tener un aspecto físico vulgar. Ignoran que no he llegado aquí persiguiendo la gloria, sino huyendo del espejo. A veces mientras le echo al coche en el cruce de Forest Seagulls la gasolina justa para dar la vuelta y regresar a casa, pienso que esos tipos tan sesudos de la crítica literaria se echarían las manos a la cabeza si supiesen que los elogios que ellos le dedican a mi talento habría preferido que el empleado de la gasolinera se los dedicase a mis piernas». Ahora que cree tener evidencias incontestables de que la situación es irreversible, es cuando Kate Sinclair arremete sin piedad contra el culto al éxito y se lamenta amargamente de no haber cultivado su aspecto físico y maldice «la estupidez que en un momento de mi vida supuso creer a pies juntillas que los hombres iban a caer rendidos ante mis brillantes ideas literarias y ni siquiera sería necesario que les cautivase mi cuerpo». Por si su queja se malograse sin salir de la intimidad de su casa en la costa, Kate reflexionó a través de uno de sus personajes más celebrados, una mujer madura en cuyos labios hizo una personal confesión de su credo: «Hay un creciente y tenaz desprestigio de las emociones primarias por considerar que son impulsos superficiales. No entiendo que en nombre del pensamiento alguien se niegue a creer que a menudo lo más profundo de cualquier persona no ocurre en su alma, sino en su piel. No dudo que a una mujer le resulte agradable que un hombre aspire a conocer su alma, pero, ¡que demonios!, llega un momento en el que echas de menos que no intente averiguar tu ropa interior».
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