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El imputado por Ángela Vallvey
Si hubo un monárquico devoto de la sociedad ordenada en estamentos bien diferenciados, ése fue el francés Charles Maurras (1868-1952). Se apoyaba en la tradición de Maistre, Burke, Bonald… El asunto Dreyfus lo lanzó a la escena política en medio de una conmocionada República. Unos panfletos que después recogería en «La encuesta sobre la Monarquía» exponían su pensamiento antidemocrático y la añoranza de una Francia cuyo esplendor, decía, era debido a los reyes que le habrían dado forma a lo largo de las centurias. Para Maurras, la monarquía era el sistema perfecto y aseguraba que debía ser «tradicional, hereditaria, antiparlamentaria y descentralizada». «El heredero» siempre sería «superior al bolsista», pues «se nace juez o mercader, militar, agricultor…» o príncipe. Su neomonarquismo fue episódico, pero su crítica a la democracia caló hasta el punto de prestar argumentos a movimientos no monárquicos con tal de que fuesen antirrepublicanos, tal que la Revolución Nacional de Vichy o el fascismo italiano. Maurras estaba convencido de que la acción política debe conciliarse con la «evolución natural» y que la democracia es «peligrosa» porque opone «naturaleza y política».
Ya no rigen los caducos presupuestos de Maurras en las monarquías modernas de Europa –instituciones de raíz profundamente antidemocrática que han tratado de actualizarse, y hasta transformarse en clase media para hacerse «cercanas», casando incluso a «herederos y bolsistas»–, quizás por eso, su función parece que se desdibuja: es cierto que la monarquía era mucho más sólida en los viejos tiempos antiparlamentarios que ahora. Muchas monarquías europeas se han visto salpicadas por los escándalos de algunos de sus miembros. La española, resguardada en una urna impoluta como símbolo de la frágil democracia nacida hace pocas décadas, parecía sin mácula.
Hasta hoy, cuando España contempla, atónita, al yerno del Rey entrando en un juzgado.
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