Historia

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Suerte tengamos por José Jiménez Lozano

La Razón
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En los siglos XVI y XVII, cuando un estudiante que iba a Salamanca se despedía de las gentes de su pueblo, éstas le deseaban lo mejor naturalmente, pero con frecuencia añadían una coletilla algo melancólica: «Suerte han de tener, que de saber no has de menester». Eran realistas, y estaban hartos de comprobar que, como tres siglos atrás decía el Arcipreste de Hita, el dinero hacía doctores de rudos labradores.

Pero también en esos siglos, cuando la gente de su pueblo, preguntaba para qué estudiaba al muchacho Diego de Espinosa, que luego sería Inquisidor General, y algo parecido a primer ministro de Felipe II, respondía: «Para saber». Porque el saber era lo importante, pero se experimentaba que, si se pensaba en una carrera, se podían interponer otros intereses muy poderosos, que es a los que se aludía con la palabra «suerte» en la locución de las buenas gentes, y lo que sucedía no sólo en casos de nepotismo, sino de una idea religiosa, social y política como la de la casta limpia que se prefería al saber y a la experiencia, como de manera clamorosa se muestra en una propuesta de candidatos para el Consejo de Carlos I, en la que ciertamente se valoraba el saber pero antes la casta de labradores. Aunque también el poder en aquel tiempo valoraba naturalmente el saber y la experiencia, y los buscaba a través de lo que podemos llamar un clientelismo técnico o inclusión en el ámbito del poder de los graduados de los Colegios Mayores Universitarios mejor dotados, cuyos talentos se probaban y se adiestraban en la administración de la cosa pública desde el manejo sabio y honedto del tesoro público a la capacidad administrativa, como hoy poder buscaría, más bien, comunicadores o llamativos figurones.

En realidad, desde Grecia hasta ayer por la mañana, el saber era considerado como un valor real, y el más alto, y todavía lo es, desde luego; aunque resulta más moderno lo de los comunicadores y los semidioses. Así que no parece que se necesiten ya esfuerzos seguir echando sobre la inteligencia y la sensibilidad de cada nueva generación, y en los distintos grados de enseñanza, digamos que unos siete mil años de pensares, sentires, comportamientos, plasmaciones de la belleza artística. Es decir, todo un mundo que, luego, en cada cual y en cada colectividad, fue conformando los esquemas de aquella magna herencia cultural, y dando lugar a una cierta idea del hombre y del mundo, como, por ejemplo, en el Occidente asentado en el «humus» grecorromano y judeo-cristiano, el racionalismo cartesiano y spinooziano, prácticamente hasta el XVIII. Y, entonces, la educación consistía en la transmisión de ese «totum» cultural de generación en generación; o, dicho como lo expresa una cristalera de Chartres, aupando a las jóvenes generaciones sobre los hombros de las antiguas para que vean más allá, ofreciéndolas aquella herencia de saberes e incógnitas para ser repensada, y vuelta a sentir. Pero sabemos que esto ya no es así en ningún sentido; ni en el aspecto del conocimiento, y tampoco en la concepción y práctica de un orden ético.

Nuestros antepasados, incluso los más bárbaros parecían tener, de todos modos, alguna idea sólida sobre estas cuestiones, pero ahora hasta la idea de lo que es un hombre no resulta pacífica sino incierta y confusa; y, en la práctica, lo que nos queda es un «nomos» o norma provisional de comportamiento derivada del hecho técnico y su impacto en nuestras vidas, según una imagen del hombre ajustada a la funcionalidad; es decir, a la rentabilidad y el disfrute. Pero lo propio de la tecnología es que todo aquello que pueda hacerse se hace, y lo propio de la rentabilidad y el disfrute es que solamente aquellos seres bípedos que sean rentables, esto es, capaces de producir y consumir tienen entidad humana apreciable. El resto, un puro número, sólo plantea problemas de ajustes, subsistencia, o eliminación más o menos directa o indirecta. Así que, suerte tengamos, que saber parece que no necesitamos.

 

José Jiménez Lozano
Premio Cervantes