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Segovia

Ninguna necesidad de cultura

La Razón
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En los siglos XVI y XVII, cuando un estudiante que iba a Salamanca se despedía de las gentes de su pueblo, éstas le deseaban lo mejor, naturalmente, pero con frecuencia añadían una coletilla algo melancólica: «Suerte han de tener, que de saber no has de menester». Eran realistas, y estaban hartos de ver que, como tres siglos atrás decía el Arcipreste de Hita, el dinero hacía doctores de rudos labradores. Pero también en esos siglos, cuando la gente de su pueblo, Martín Muñoz de las Posadas, en la provincia de Segovia –y donde tiene una soberbia estatua hecha por Pompeio Leoni–, preguntaba para qué estudiaba al muchacho Diego de Espinosa, que luego sería Inquisidor General, y algo parecido a primer ministro de Felipe II, éste respondía: «Para saber». Porque el saber era lo importante, y otra cosa era cómo en la sociedad se podían luego anteponer otros intereses al saber, que es a lo que se aludía con la palabra «suerte» en la locución de las gentes, y lo que sucedía no sólo en casos de nepotismo, sino de una política como la de la casta limpia que prefería la seguridad de ésta a las Letras incluso para el Consejo de Carlos I, pongamos por caso. Pero también el poder sabía lo que era el saber en toda la antigua cultura, y lo buscaba tanto como hoy busca rodearse de comunicadores o voceros. Desde Grecia hasta ayer por la mañana, el saber era considerado como un valor real, y el más alto. Pero podríamos decir que, como a otros respectos, ahora estamos ya en el hoy, y, según bastantes síntomas, es por la tarde, y hora avanzada. Lo que quería decir es que, en la circunstancia cultural concreta en que nos encontramos, la transmisión de los saberes, que constituyen realmente la cultura –nada de cultura popular y espectáculos– , no es de recibo, y al hombre de la «new culture» le parece, además, que debe echarse todo ese peso de la historia de encima, ya que la ciencia aplicada a la tecnología serían las únicas capaces de conducirle a una nueva tierra. Y esto, tan aceptado, es pura ideología y pseudo-ciencia, pero es nuestro mundo, y entonces se trata simplemente de intentar sobrevivir como hombres, porque un hombre no es cualquier cosa, y Ernst Jünger ha escrito con toda la razón del mundo, ante la afirmación siempre solemne de la posibilidad de la existencia de hombres en otros planetas, que quienes eso dicen no saben, desde luego, lo que es un hombre o no quiere que los hombres lo sean. Así son las cosas, y cada uno de nosotros, enfrentado a su fragilidad, pero también a su esperanza, sigue tratando de nombrar el mundo con palabras, de entenderlo, y asumirlo. Por la memoria, sabe que es el mismo del pasado, que los muertos fueron hombres, y, por la palabra y la memoria, sabe también que hay más realidad que la realidad de lo dado; que su mente puede ser esclarecida y el corazón conmovido por una palabra pronunciada y escrita hace siglos, y que él mismo puede ser hecho hombre realmente por esa palabra. La simbolización de la realidad, es verdaderamente en lo que consiste el hecho cultural, y su transmisión de una generación a otra resulta un dato objetivo de la constitución de lo humano. Y esto es precisamente lo que todos los montajes totalitarios han tratado y tratan de evitar a través de planes de educación e industrias culturales oportunas, como las llamadas «ciencia y cultura para el pueblo», ya ridiculizadas en «Bouvard y Pécuchet» de Flaubert, o criticadas con tanto amargor y lucidez por Simone Weil, porque constituyen la humillación del hombre, y su deconstrucción y desprecio. Así que todo está entonces en que esto nos importe o no, porque, si no nos importa, entonces, es cuando el saber no se necesita para nada, y «suerte has de tener, que de saber no has menester». Ya queda todo claro.