Sevilla

En obligada huelga de hambre

La Razón
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No hay mayor contrasentido que hacer una huelga general cuando en España hay cuatro millones de parados y casi 300.000 familias que, a falta de prestación económica que llevarse a la boca, han tenido que comenzar obligatoriamente una indefinida huelga de hambre. Ahora que la economía española huele a podrido añejo, ahora que no hay forma de reconducir las medidas adoptadas por el Gobierno, ahora que el lumpen tiene clavada la estaca del desánimo, no es el momento de megáfonos ni de estar mano sobre mano. Lo era cuando Rodríguez Zapatero seguía tirando de la deuda pública y aumentando el coste de la obesa Administración, cuando subía el número de parados en progresión aritmética y no se tomaba ni una sola reforma de calado para taponar la hemorragia. ¿Quién se quitó entonces el corbatín? Entonces los sindicatos compartían paellas con el Gobierno y se mantenían, como bien pagados escuderos, a la espera de que funcionaran las teorías cosmogónicas del presidente de este país: un golpe de suerte, el cruce fortuito de dos planetas que cambiara la marcha acelerada de la economía hacia el precipicio.

Como nada de esto hubo, de fenómenos celestes se entiende, tres años después de que comenzaran los síntomas claros de la borrasca, Rodríguez Zapatero se vio obligado a bajar el sueldo a los funcionarios, a congelar pensiones y a acometer una reforma laboral; todo al dictado de las instituciones europeas previa tarjeta roja del presidente de Estados Unidos y de la canciller alemana Angela Merkel. Hete aquí que, cuando ha ocurrido todo esto y los cadáveres se apilan en las cunetas del mercado laboral, llegan los sindicatos con una huelga general. ¿A salvar a los trabajadores de qué? ¿A reclamar exactamente qué? ¿Y cuál era la alternativa que habían puesto sobre la mesa estos hombres del megáfono?

Ahora a los sindicatos sólo les queda aumentar la presión de los piquetes, como sugería el ugetista Manuel Fernández «Lito» la pasada semana en Sevilla, para que los trabajadores paren «sí o sí». Tan desvirtuada está la convocatoria, que ya no se sabe si las iras sindicales van contra el Gobierno, contra los empresarios o contra los propios trabajadores que huyen de la engañifa.