Atenas
La muerte de la oratoria por Martín PRIETO
En «Alicia en el país de las maravillas», Lewis Caroll hace que el conejo blanco ilustre a la niña: «Lo importante no es el valor de las palabras, lo importante es saber quién manda». La degradación de la palabra está bien definida en el «Diccionario del diablo» de Ambroce Bierce, quien define la oratoria como la conspiración entre el lenguaje y la acción para defraudar al entendimiento. Más contundente es Armando Chulak suponiéndola como el arte de incomunicarse a través de la palabra. No siempre ha sido así. Sicilia es la cuna de la retórica, por lo menos en lo que respecta a Europa y se admite que los pioneros en su magisterio fueron los siracusanos Tisias y Corax y que el principal artífice de su extensión desde Sicilia a Atenas fue el sofista Georgias de Leontinas.
El primer manual de retórica se atribuye al sofista Anaxímenes de Lampsaco. No es casual que el momento de esplendor de la sofística esté intelectualmente ligado al ejercicio retórico, gracias al cual es posible manifestar una opinión sobre aquellos valores, hasta entonces sujetos a criterios absolutos, que la nueva corriente filosófica convierte en relativos y discutibles. La oratoria y la retórica son sustanciales al nacimiento de la Democracia en Grecia y no pueden disociarse de principios éticos y morales. La principal aspiración del orador, a la luz de la concepción aristotélica, es dominar la dialéctica y la persuasión, contribuyendo con el concurso de su conocimiento a la armonía social. Esto no es posible sin la receptividad de los que escuchan, objetivo que requiere el prestigio del orador.
El orador debe ser persona instruida en casi todos los hábitos del saber: conocerá la filosofía, las diferentes formas de practicar el gobierno, el derecho, las costumbres y la religión, la gramática y las virtudes, de las que no sólo tiene que ser transmisor, sino también ejemplo.
Entre las prendas del orador deben sobresalir la honradez y la bondad. Quintiliano dice que el orador es un hombre bueno que sabe hablar bien. Debe estar adornado con las galas de la prudencia, la modestia y la moderación, y debe hacer saber la sensatez, la virtud y la benevolencia que sustentan su capacidad persuasiva, que se beneficia con un carecer afectivo y empático, un talante contrario al mal. El objetivo es llegar a la perfección, que sólo es posible con la integración armónica de conocimientos, habilidades y virtudes. El doctor en Filología Santiago A. López Navia pertenece al equipo directivo del Trinity Collage Group of Spain, a la Universidad de Arizona y al Middlebury Collage. Experto en Cervantismo y retórica, demuestra que el arte de hablar goza de salud académica. En los medios de comunicación puede insistirse en que perjurar es aumentativo de jurar sin que se funda ningún plomo, y el bla, bla, bla parlamentario resulta desolador, al menos, desde Castelar con las puntuales excepciones de Manuel Azaña o José Ortega y Gasset. Quizá internet y la telefonía móvil hagan que unos rábulas practiquen el arte de la sindéresis saltando del apócope a la onomatopeya convirtiendo el lenguaje en una bomba de fragmentación. El único padre de la patria al que se entiende es, paradójicamente, el catalán Josep Antoni Durán i Lleida. Al presidente del Gobierno se le comprende tan poco que parece a veces que habla hacia atrás. En «El arte de hablar bien y convencer» (Temas de Hoy), el profesor López no da ningún consejo de autoayuda, sino que espiga una impagable selección de textos de Platón, Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, proporcionándonos un barniz imprescindible sobre nuestras moribundas raíces greco-latinas, sólo conservadas en los ámbitos universitarios.
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