San Petersburgo
Imposible abrazo por Alfonso Ussía
Hay que tener mucho cuidado con las mujeres no abrazables. No es que esquiven el abrazo, es que no lo inspiran. Ángela Merkel es una de ellas. Llevo muchos meses intentando encontrar a Merkel un parecido, y hasta la fecha no he pasado del Conde-Duque de Olivares. Sucede que Olivares, el Valido de Felipe IV y látigo de Francisco de Quevedo, no superaría la comparación. Quedaría marica perdido, de bolso y bamboleo. De Arzallus he escrito mucho, y casi siempre con justicia, es decir, poniéndolo a caer de un burro. Pero en las imágenes de un informativo me endulzó la animadversión. Abrazó a María Antonia Iglesias. Aquel detalle de heroicidad bondadosa se me antojó bellísimo, y guardo en la memoria los pormenores del momento histórico. A Margaret Thatcher nunce le abrazó su marido. «Déjate de prolegómenos innecesarios», le decía en los primeros meses de su matrimonio, cuando aún la primavera de la pasión alegraba sus venas. «Mujer no acariciada, mujer airada», como dijo el poeta. Para Merkel, que es una mujer, tiene que ser muy complicado ser más hombre que todos los hombres con los que se reúne permanentemente. El único que se atrevió a abrazar su botijo fue Sarkozy, y doña Ángela le hizo saber que no intentara la repetición en siguientes encuentros. Isabel II, la nuestra, que sí sabía de abrazos y revuelos de capotillos, cuando recibió al gran Duque de Osuna para informarle que había decidido enviarlo de representante a la Corte de San Petersburgo a su costa –a costa del Duque, que allí principió su ruina–, le hizo una advertencia: «Mariano, compórtate en Rusia como mi marido en España. A las mujeres, ni mirarlas». El pobre Francisco de Asís consideró desde el día de su boda que Isabel no era abrazable, y le costó un congo quitarse la fama de miramelindo, cuando en realidad le daba al pelo y a la pluma. «Paquito Natillas/ es de pasta flora/ y orina en cuclillas/ como las señoras», se le canturreaba en Palacio mientras él se hacía el distraído contemplando las pinturas abovedadas de Tiépolo. O «Don Francisco de Asís/ sacando la minga muerta/ al amparo de una puerta/ lloriquea y hace pis». Aquellos versos divertían sobremanera a su mujer, Isabel II, que fue abrazable para todos los demás excepto para su doliente esposo. La mujer más fea de la Historia de España, la Reina María Luisa, mujer de Carlos IV, algo debía tener. Además de los hijos, entre los que destaca el guapísimo Fernando VII, tuvo veinticuatro abortos, lo que da a entender el nivel de efervescencia inguinal de Don Carlos, que era también un virtuoso de la viola, escrito sea en el más estricto sentido musical. La atracción al abrazo y la caricia nada tiene que ver con la belleza o fealdad de los acariciadores y acariciados, sino con la química, con la piel, que es la primera casa del ser humano.
Merkel carece de buena piel. Puede ser que le suceda lo mismo que a Miren Igueldomendi, una guapísima donostiarra de mi juventud tan abrazable como peligrosa. Tenía la piel tan áspera, que después de diez minutos de caricias, las manos del acariciador semejaban morcillas de Burgos, dicho sea sin perder el respeto que su memoria merece. En la ducha, según me confesó una tarde de marea baja mientras paseábamos por la orilla de la playa de Ondarreta, se frotaba el cuerpo con piedra pómez, y le duraba la pómez menos de una semana.
Ángela Merkel no es comparable del todo a Miren, por cuanto la Merkel muestra una piel lechosa y algo celulítica, pero la química no ha lugar en su epidermis.
Y esa circunstancia tan privada, es la que ha forjado su carácter. Y así nos va a todos los españoles. Una catástrofe.
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