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El futbolín por Lucas Haurie
Para describir el malditismo de Richard, uno de los protagonistas de su monumental novela «Libertad», Jonathan Franzen fija la penetración de su música en el público: «Sus discos se vendían en la franja baja de las cuatro cifras y los asistentes a sus conciertos se situaban en la franja alta de las dos cifras». El camino ascendente de la marginalidad al éxito, el crusus honorum de los latinos, se transita con naturalidad. No así el descenso a los infiernos, siempre traumático. ¿Imaginan a Bruce Springsteen tocando en un garito oscuro entre el parloteo de dos docenas de borrachos? Alfredo Sánchez Monteseirín, el alcalde más duradero en la historia democrática de Sevilla, llegó a pronunciar mítines ante auditorios de cinco cifras y manejó con prodigalidad presupuestos de infinitos ceros, mientras albergaba ambiciones entre San Telmo y La Moncloa, entre la presidencia de la Junta y algún ministerio. No le reservaron ni una mamela de eurodiputado. Reapareció para hablar en un centro cívico con televisor culón de la barriada de Palmete, delante de una cincuentena de jubilados y después de una partida de futbolín en la que cantó desaforadamente un gol. Detrás de Monteseirín, en la impagable fotografía de Manolo Olmedo, asoma Manuel Marchena, factótum durante los doce años de Gobierno municipal y compañero de gañotes de cinco estrellas. Hombre de ciertas letras, al contrario que su antiguo jefe, podría haber evocado el verso de Calderón: «Soñé que en un estado más lisonjero me vi». Dos adictos a la clase business y al plato cuadrado, siempre gratis que da más gustito, entre vasos de cerveza apenas enjuagados y altramuces rancios. En ellos está reflejado todo el PSOE andaluz, que pasado mañana consumará sin haber presentado real batalla la pérdida del último bastión de poder que le quedaba tras sendas escabechinas en las municipales y las generales. Como el Imperio Romano, la Junta socialista también se ha desmoronado en medio de la relajación moral, consumida por todos los vicios posibles (Guerrero como paradigma de la decadencia) y entre las puñaladas inmisericordes de los antiguos jerarcas por repartirse los despojos. Alea jacta est, y no hay quien deje de reconocerlo en cuanto se apagan las grabadoras.
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