Barcelona
El precio de la inmortalidad por Ricard Mas
Fue Josep Pla el que descubrió la profunda ambición del joven pintor: «Tengo la esperanza de que usted será el último artista abstracto que no se suicidará», le dijo
«Hoy, en pleno triunfo de la mecánica, has puesto los dedos sobre el barro y has solidificado todas las lágrimas y todos los deseos de las flores prisioneras, de las medusas y los corales. Bajo la alfombra de tu habitación, si la levantas suavemente, encontrarás un saquito de carbúnculos y zafiros». Mucho ha llovido desde que Tharrats, editor de la revista Dau al Set, le dedicara esta prosa poética a Tàpies. Entonces no era, ni mucho menos, el mejor pintor del grupo. Lo era Joan Ponç, seguido de cerca por el primo de Tàpies, Cuixart, del que leímos no hace mucho unas jugosas memorias en las que su pariente no salía bien librado...
También ha llovido mucho desde que, en las páginas de Destino, el propio Josep Pla adivinara la profunda ambición -muy respetable, por otra parte- del entonces joven pintor: «Tengo la esperanza de que usted será el último pintor abstracto que no se suicidará. Señor Tàpies: ¿No está cansado de tantas frivolidades, inanidades y necedades? ¿No ha llegado la hora de dejar al margen estas impresionantes "collonades"-cojonadas- para primarios y convertirse en un buen pintor de Barcelona -o, si quiere, de Florencia-, que le asegurará la inmortalidad más allá de los treinta años? ¿O es que usted, como Miró y Dalí, quiere tener también un museo y forzar la inmortalidad?».
Pues bien, Tàpies forzó la inmortalidad. Tiene, desde 1990, fundación propia. Su obra está presente en los principales museos internacionales de arte contemporáneo. Es emblema del arte español de los últimos cincuenta años. E incluso fue nombrado marqués... Pero todos estos hitos son consecuencia, no causa, de la grandeza de su arte.
Tàpies fue un magnífico escritor. «Memoria personal», su esbozo autobiográfico, es de obligada lectura. Un bibliófilo insuperable, casi enfermizo: se encerraba en su torreón durante noches enteras para acariciar, escrutar e incluso respirar una colección de incunables digna de la Biblioteca Nacional. Y un coleccionista de arte tan ecléctico como exquisito. A lo largo de todas sus etapas estéticas se caracterizó por la extraña energía de un joven centenario que trata de la muerte y de lo inmaterial con un brío sólo comparable al de quien salta al vacío sin red.
Seguí sus últimas exposiciones, a partir de su octava década, con la expectativa de quien va al circo y espera ver caer al trapecista. Llamadme morboso. Pero siempre salí con la cola entre las piernas, rememorando al último Goya, casi ciego, cargando molestias e impedimentos suficientes como para mandarlo todo a la porra. Pero Tàpies sabía que existir es resistir. Cuanto más dolor, más conciencia de estar vivo, más capacidad de trascendencia. Sus obras cada vez eran más táctiles: puñetazos, gritos matéricos, silencios angustiados, cada vez más libre de bagajes, distracciones y espejos. Tàpies abandonaba el conocimiento, la lógica humana, para acercarse al lenguaje no verbal que compartimos con los animales: el reconocimiento, la inmediatez, la desnudez del automatismo, la herida como interrogante.
Tàpies nos ha legado, más allá de su obra, un jeroglífico sobre la condición humana. Sus enigmas, partícipes a partes iguales del budismo zen y del misticismo español del Siglo de Oro, hay que leerlos con la nariz. AT pueden ser las iniciales del autor, pero también las de éste y de su inseparable compañera, Teresa, o bien pueden ser leídas a la manera del «Alfa y Omega» de la pintura románica. La cruz, sobrepasando el contexto cultural católico, es encuentro, vida y muerte. El crujir de dientes, el pie -recordatorio de su reúma-, las gafas, ese dolor que nos recuerda que estamos vivos. El grafiti, la inmediatez del grito sobre un muro –de ahí, la identificación del apellido del artista con las tapias–, el encontronazo de lo mental pictórico con la lucha material de lo escultórico.
La historia colocará a Tàpies en el lugar que se merece. Y ese lugar será preponderante por la universalidad y la grandeza de su obra. Atrás quedarán polémicas como su enorme poder en el mundillo artístico catalán, el hecho de que, catalanista y republicano, permitiera su promoción internacional por parte del régimen franquista en un desesperado intento por mostrar la modernidad y la permisividad cultural de la España desarrollista; que se dejara ayudar por Dalí en su introducción en el mercado norteamericano y luego le negara el pan y la sal al artista de Figueres; que empequeñeciera el movimiento Dau al Set para acrecentar su figura o que su particular divorcio del poeta Joan Brossa casi provocara una guerra civil cultural -aún recuerdo a un amigo crítico al que Tàpies agarró por la solapa inquiriéndole: «¿y tú con quién estás, con Brossa o conmigo?». Atrás quedará, incluso, la propia humanidad de Tàpies para dejar espacio a eso que, por darle algún nombre, llamamos historia del arte. Huellas, restos de un naufragio, sin anécdota ni urgencias. Estelas abiertas a la polisemia.
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