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Cancún por Ramón Tamames
Aunque uno vaya avanzando en la edad, lo cierto es que como consecuencia de la globalización en que vivimos, acabamos por convertirnos en «globe-trotters»; o trotamundos si se prefiere. Vamos de acá para allá en aviones veloces o en barcos más calmosos y silentes.
Mi última experiencia viajera ha sido Cancún, cuya realidad hoy no responde con la etimología maya de la ciudad (pozo de víboras). Muy por el contrario, es un paraíso para el viajero, con su mar única, de cuyas aguas se aprecian tonalidades que sólo encontramos en las gemas: topacio de azul intenso, turquesa, aguamarina; y al final verdosas transparencias de la arena blanquísima.
Allí estuve la pasada semana, en la mejor mezcla de ocio y negocio; invitado por la Asociación Nacional de Abarroteros de México, liderada por Iñaki Landaburu, para intervenir en su congreso anual. Fueron días de vivencias muy gratas, a lo largo de la gran promenade hotelera entre la laguna interior y el mar abierto, con hoteles de enseña española (Rius, Barceló, Sol Meliá, etcétera) y turistas de todo el mundo. Y volviendo al mar, sobre su gran oleaje, los ícaros volando en parapentes, con una luz tan intensa que los colores ganan en gama cromática hasta cotas increíbles.
Es el Caribe, el Yucatán, la tierra que para los europeos conoció por primera vez Cortés, y que Bernal Díaz del Castillo reflejó en su inmensa crónica de «La verdadera historia de la Conquista de la Nueva España». Allí, en el México actual, los españoles volvemos a encontrarnos en una casa común con los mexicanos en amistad entrañable que necesitamos cultivar aún más, para la verdadera grandeza de los dos países.
NOTA FINAL. Este artículo se lo dedico a Pati y José Ramón Jiménez de Garnica, grandes amigos; ya hispanomexicanos.
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