Crítica de libros
Sandía azul por José Luis Alvite
Puedo recordar con detalle la primera vez que tuve sexo con una mujer y sin embargo mentiría porque algunos meses antes había disfrutado intensamente con ella, bien cerca el uno del otro, y sin que la muchacha nunca lo supiese, aprovechando que era verano y que yo aprendía a nadar como un ternero de cera en el agua inguinal y caldosa de Cambados, a rebufo de su cuerpo glandular y censurado, feliz de descubrir al mismo tiempo la ingravidez de la natación y la golosa obscenidad del estupro en aquel mar en el que por las tardes blasfemaban en agosto, como hachazos en una sandía azul, los remos fálicos y sudados de los marineros. A tía Pepita no le gustaba que yo nadase en la estela lúbrica de las mujeres porque temía que todas aquellas sensaciones me alterasen el sueño y malograsen su idea de que yo fuese un niño lírico y penitencial, apenas estremecido por la dimensión literaria y mitológica de la feminidad. Yo desoía sus advertencias y en el rastro umbilical y salobre de las muchachas buscaba con el tacto romo del cuerpo aquel agua bacanal y trenzada que hacía lazadas en la marea calmosa y se desvanecía al paso de mis brazadas como una bandada de sardinas perversas y seminales que se sumergían golfas y deslenguadas en el sirope amarillo y tardío de la bajamar y me lamían el sexo entre las piernas con sus labiales lenguas de congrio. Y aunque la primera vez que me acosté con una mujer fue real e inolvidable, mentiría si no reconociese que eché de menos el agua desnuda y magreada de aquellas cálidas tardes cambadesas en las que nadaba en el rebufo de su saliva sudada con la boca abierta para saborear la obstetricia torda del agua y retener la sensación bacanal de haberme zambullido con una mujer perversa en el bagazo de la mar apátrida, promiscua y obscena.