Barcelona
Una Ley del Rey
Es necesaria una norma para que el legado del mejor monarca que ha tenido España no sea el «juancarlismo»
La familia es la institución que sustenta la Monarquía. La legitimidad dinástica se basa, precisamente, en la herencia. Una serie de reglas internas, convertidas luego en normas legales, regularon durante siglos los mecanismos de funcionamiento de las familias reales. Hasta el punto de que cualquier duda en el ámbito sucesorio provocaba sangrientas e interminables «guerras de sucesión». La historia de Europa está plagada de ellas y en España tenemos la de 1704 a 1714 o las tres guerras carlistas. En el pasado algunas monarquías, como el Sacro Imperio o Polonia, fueron electivas hasta el extremo de que la corona se compraba. Las grandes familias se repartían el poder con complejas alianzas. En Polonia fue un fracaso y acabó desapareciendo repartida entre Rusia, Austria y Prusia y luego entre Alemania y Rusia. Todo ello por no tener una monarquía fuerte. El Sacro Imperio Romano Germánico se convirtió en una estructura simbólica en la que el emperador carecía de poder y estaba a la mercer de los grandes señores feudales: los príncipes electores. Finalmente, el Imperio acabó en manos de los Habsburgo, duques de Austria.
El matrimonio de los miembros de una familia real ha sido durante siglos una cuestión tan compleja como importante. No sólo desde los tiempos en que el reino era patrimonio del soberano, sino hasta hace unas pocas décadas. En su día fueron alianzas que ampliaban territorios o provocaban guerras para luego convertirse en una diplomacia de alto nivel. Los matrimonios eran una cuestión de Estado. Muchos de los Estados actuales se formaron como consecuencia de matrimonios reales.
La Corona de Aragón fue producto de la unión de Ramón Berenguer IV de Barcelona y Petronila de Aragón. La España moderna fue la unión de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Lo mismo se puede decir del Reino Unido de la Gran Bretaña o Francia. Existía una relación de príncipes disponibles en cada momento, que se hizo más pequeña tras las divisiones en la Iglesia Católica. Cabe recordar que los reyes británicos no se pueden casar ni con un católico ni con un divorciado, criterio que sirvió para que Eduardo tuviera que renunciar a la corona, cuando ya era rey aunque todavía no se había celebrado la ceremonia de coronación, con la divorciada Wallis Simpson. Desde el siglo XVI, el rey de Inglaterra es cabeza de la Iglesia anglicana. El Almanach de Gotha recogía, desde el siglo XVII, la genealogía de los soberanos europeos y sus familias así como, en otro apartado, de las principescas. Posteriormente, incluyeron lo que denominaríamos grandes familias de la nobleza. Es interesante observar cómo transitaban de uno a otro capítulo cuando perdían la soberanía de sus respectivos territorios. Esto cambió cuando se aceptaron los matrimonios desiguales como un signo de los nuevos tiempos. No fue el caso de Don Juan Carlos que eligió a Doña Sofía, una princesa de una Casa reinante, la griega, manteniendo los usos y costumbres que regían en la dinastía española. La ruptura de esas normas por Fernando VII, al restablecer la tradición dinástica española que permitía reinar a las mujeres para que su hija Isabel le pudiera suceder, provocó las guerras civiles carlistas. Fue Felipe V en 1713 quien, como consecuencia de la Guerra de Sucesión y la Paz de Utrecht, introdujo la ley dinástica francesa conocida como la Ley Sálica. Don Alfonso, como príncipe de Asturias, renuncia en 1931 para casarse con la cubana Edelmira Sampedro, o la exclusión de la sucesión de su hermano, el infante Don Jaime, primero con su renuncia voluntaria, aunque luego la cuestionó, pero quedó inequívocamente excluido al casarse con la italiana Emmanuella Dampierre. Las exclusiones impuestas por Alfonso XIII tenían la lógica del exilio, ya que era fundamental dejar clara la línea dinástica. Alfonso era hemofílico y Jaime era sordomudo. El único varón sano era Don Juan, el hermano pequeño.
Los Borbones, como otras familias reales, fueron muy estrictos en el cumplimiento de unas normas que hoy pueden parecer anacrónicas. Los matrimonios siguen siendo un tema fundamental, aunque nadie espera que los miembros de las familias reinantes se casen con príncipes. La Corona se ha convertido en un símbolo que encuentra su legitimidad en la Constitución de 1978. A partir de ese momento cabe esperar un ejercicio ejemplar del limitado papel, aunque muy relevante por su carácter simbólico, que nuestra Carta Magna otorga a la institución. El legado de Don Juan Carlos ni puede ni debe circunscribirse a lo que se ha denominado el «juancarlismo». Son necesarios otros cimientos más sólidos que superen el límite de quien es una de las grandes figuras de la Historia de España. Con sus aciertos y errores, que son pocos, ha sido el mejor jefe del Estado que hemos tenido en muchos siglos, pero el futuro de la Corona hace necesaria la aprobación de una ley orgánica que desarrolle completamente el Titulo II de la Constitución. La regulación actual es incompleta y las normas internas de funcionamiento de la Familia Real son insuficientes.
Hay que clarificar el futuro orden de sucesión porque las mujeres siguen yendo por detrás de los varones. Es preciso clarificar numerosos aspectos por el bien de la institución, porque el Rey no sólo es jefe del Estado sino el jefe de la Familia Real y el cabeza de una familia donde no necesariamente todos sus miembros deben tener un papel institucional. El Rey no es parte del poder ejecutivo, sino un jefe del Estado que tiene un carácter simbólico. El rey como institución se justifica porque al estar al margen de los partidos y las elecciones tienen un carácter arbitral como reconoce la propia Constitución. La ley es necesaria porque establecería los mecanismos de funcionamiento, desarrollaría mejor la Casa Real, delimitaría algunos aspectos de la vida pública y la privada, las funciones del príncipe heredero e incluso algo tan polémico, si fuera necesario, como la abdicación.
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