Jubilación

Paneuropa por Ángela Vallvey

La Razón
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Aristide Briand era un bretón de carácter tenaz, templado por su sensibilidad celta, que siempre quiso ser marino. Fue primer ministro de Francia. A orillas del Eure, en una de esas hermosas propiedades rurales de Cocherel, soñaba con dar una solución a los problemas franco-alemanes de una vez por todas, un arreglo que estuviese por encima de los intereses de los partidos y las oscilaciones de la opinión pública. Su amigo Loucheur estaba convencido de que la clave era la creación de un mayor mercado económico, que la organización horizontal de la industria europea –los «trusts» y los «cartels»– resolverían el inconveniente de las barreras aduaneras y permitirían ir aumentando los salarios hasta devolver a Europa la capacidad de consumo de antes de la I Guerra Mundial. En 1922, el conde de Coudenhove-Kalergi reclamó la creación de una unión europea que sería llamada Paneuropa. Briand cayó fascinado por la idea. El conde calificaba a Loucheur como «una especie de hermano elegante y amable de Molotov que hubiese sido un excelente comisario del pueblo bajo un régimen soviético; a la vez millonario y ministro». Briand y el conde estaban entusiasmados con Paneuropa y con los comités franco-alemanes de información y documentación que se formaban. Pero Loucheur, mucho más listo, hizo su diagnóstico que deberíamos transcribir en mármol: «Ya tenemos un hermoso comité. No obstante, no crea usted que nos va a servir de nada para la creación de Paneuropa. Una vez al año acudirán a la junta sus miembros, si es que no excusan su asistencia, pero no harán absolutamente nada por Paneuropa, y todo continuará como antes (…) Sólo cambiando las inclinaciones nacionalistas por las paneuropeas lograremos algo». Era 1929. Parece que fue ayer. Y sin embargo.