Pekín

El día que Nixon conoció a Mao por César Vidal

La visita de Hu Jintao a Estados Unidos no tendrá repercusiones como el histórico encuentro entre dirigentes de ambos países en febrero de 1972

Nixon y Mao se saludan en la visita que el presidente estadounidense hizo a China en 1972
Nixon y Mao se saludan en la visita que el presidente estadounidense hizo a China en 1972larazon

En julio de 1971, Henry Kissinger, consejero de seguridad nacional, pasaba por Pekín con ocasión de un viaje a Pakistán. Aquel trayecto semiclandestino era un paso en la preparación de uno de los viajes más importantes de la Guerra Fría. Nixon, un conocido anticomunista, estaba dispuesto a viajar a China, la gran adversaria de la guerra de Corea, en el marco de una nueva diplomacia que pretendía a la vez impulsar la distensión y aislar a la Unión Soviética. La propuesta del viaje fue aceptada por China y, del 21 al 28 de febrero de 1972, Richard Nixon recorrió Pekín, Hangzhou y Shanghai.

A esas alturas, Mao –que practicaba ritos ancestrales de desfloración de vírgenes convencido de que así podía succionar su energía vital– tenía una salud delicada, pero hizo todo lo posible por mostrarse como un buen anfitrión. Desde el principio, Nixon dejó de manifiesto que Estados Unidos seguía apoyando al generalísimo Chiang Kai-shek, antiguo enemigo de Mao en el curso de la guerra civil, pero que también estaba dispuesto a optar por una «realpolitik» de entendimiento frente a la URSS. El resultado fue que, tras una única reunión con Mao y varias con Zhou Enlai, ambas potencias suscribieron la denominada Declaración de Shanghai. Mediante este documento, quedaba abierto el camino para que Estados Unidos reconociera como gobierno legítimo de China a la dictadura comunista y, a la vez, aceptara que en algún momento del futuro Taiwan acabara reincorporándose a la patria común. Sin embargo, también resultaba obvio que la reunificación sólo tendría lugar mediante un acto voluntario de los chinos y que además Taiwan iba a seguir gozando de la protección de Estados Unidos.

A muy poco coste real, la gran potencia democrática podía presentarse como protagonista de una diplomacia audaz y pacífica que deseaba restañar viejas heridas y, a la vez, lograba contener cualquier deseo de expansión de China y lanzar un mensaje a la Unión Soviética, que se apresuró a entablar conversaciones con Nixon. Lamentablemente para Estados Unidos, la diplomacia nixoniana se vio muy erosionada por la caída del presidente a consecuencia del caso Watergate. No sólo eso. La administración demócrata de Jimmy Carter –cuyos errores siguen arrojando su siniestra sombra hasta el día de hoy– rompió las relaciones con Taiwan y decidió sustituirlas, y no sumarlas, por las de Pekín.
Por otro lado, la sensación de debilidad transmitida por Carter en Centroamérica sirvió para que la Unión Soviética recuperara el territorio perdido en la era Nixon y lograra su máxima influencia mundial desde Stalin.

En 1987, John Adams escribió la ópera «Nixon en China». Sus notas son quizá lo único que queda de un viaje que hizo Historia y en el curso del cual todavía, a diferencia de lo que ha sucedido esta semana, Estados Unidos podía ser visto como la potencia dominante en el diálogo con la República Popular China.