Crítica de libros
Esperas y reservas por José Jiménez Lozano
En medio de la brutalidad y del ruido de la máquina de la historia –infinitamente adensados en los últimos doscientos años gracias a la técnica y a una organización burocrática más perfecta– siempre hubo remansos no sólo de paz, sino como reservas de mundo, porque eran reservas del pensar, de la conversación, del gusto por vivir y ser hombres. Y enseñanza de todo ello.
Esta enseñanza consistía en el suministro de la máxima cantidad posible de conocimientos sobre la realidad y los imaginarios del hombre y el mundo, y en un adiestramiento en el ejercicio del pensar sobre esos datos; en un afinamiento de la sensibilidad, y en una incitación a conformar el propio comportamiento según una serie de los «exempla» o escorzos de vida de hombres y mujeres que habían tenido un comportamiento atendible e incluso admirable, o habían logrado pensares y sentires más profundos, o hermosura que antes no existía en el mundo. Y esta enunciación, y como espejo de ello, significaba, para todos los que miraban, que, si esos hombres y mujeres habían logrado todo eso, los que miraban podían también hacerlo en principio; y, desde luego, debían intentarlo. Y el intentarlo también obligaba a todos, incluso si se sabía de antemano que pocos lo lograrían, porque también se sabía que ese esfuerzo de aproximar la propia vida a la de esos hombres y mujeres ejemplares era ya un «ethos civilizado» y civilizador, pleno de realismo y humildad, una pica puesta en Flandes ciertamente, porque era, la impagable certeza de que pese a todo, no toda la historia humana es «ruido y furia y un cuento contado por un idiota», ni un corral de vacas, aunque su hedor nos llegue. Es decir, se precisa una reserva para vivir que nos permita estar juntos y esperar. Y ésta se nos ofrece siempre.
«Aquí también –comenta Aldous Huxley a propósito de George Fox, tras haber aludido a Vicente de Paul– el antídoto ha sido insuficiente para neutralizar más allá de una parte de la ponzoña inyectada al cuerpo político por los estadistas, financieros, industriales, eclesiásticos, y los millones de indiferenciados que llenan las filas inferiores de la jerarquía social. Pero aunque no es bastante para neutralizar más que algunos efectos de la ponzoña, la levadura del teocentrismo es lo que, hasta ahora, ha salvado al mundo civilizado de su autodestrucción total».
En medio de la brutalidad de los tiempos del Renacimiento o de la Edad Media, nunca faltó el resplandor del arte de la pintura, la escultura o la música ni esa acción de «los teocéntricos» de los que dice Aldous Huxley que son el consuelo y preservación de la humanidad amenazada por aquellas barbaries; aunque las miserables políticas totalitarias de nuestro tiempo, con la gramática correcta que imponen siempre, y con su lírico estribillo de la «felicidad para todos en la mano», han decidido que esos espacios de esperanza y alegría o consuelo, son una alienante maldad, e incómoda superstición el teocentrismo.
¿Hasta aquí han descendido la historia, y hasta aquí hemos llegado en ella? Pero la historia no asciende ni desciende, sino que en cada momento se decide con la razón y el sentido de lo justo, o, con dislates y retóricas para levantar la granja de felicidad y estabular al mundo para el matadero. Y cada vez más científicamente, y con las razones instrumentales que convengan, Pero, aun así, con toda certeza nos es posible intentar neutralizar, aunque no sea más allá que esta parte «de la ponzoña inyectada al cuerpo político» por las élites que sobre él actúan, pero también por todos nosotros, «los millones de indiferenciados» que ya sólo reaccionamos a estímulos publicitarios comerciales o políticos. Porque muchas noches ha tenido este mundo y algunas han durado demasiado, y han sido demasiado horribles, pero todos podemos hacer algo así como encender una candela, que es construir razones sólidas para esperar los amaneceres y mañanas de esas noches, lo que a veces es muy difícil, pero los adelanta.
José Jiménez Lozano
Premio Cervantes
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