Bielorrusia
Una ventana al horror
Myshanka era una próspera ciudad del sur de Bielorrusia, a 119 km de Chernóbil. Su cuartel militar –hoy en ruinas– era el motor de la economía de sus más de mil habitantes hasta que dos acontecimientos llevaran la miseria a la región: la caída de la URSS y el desastre de Chernóbil.
Han pasado más de dos décadas desde la desmembración de la URSS y un cuarto de siglo del accidente de la central nuclear ucraniana, pero la situación de la población bielorrusa no ha mejorado. Les faltan recursos, escasean los alimentos y los signos de la radioactividad siguen presentes: animales deformados y numerosas patologías entre los ciudadanos son un ejemplo de ello. En 2008, un informe de la ONU elevó a 6.000 el número de casos de cáncer de tiroides, aunque los diferentes organismos no se ponen de acuerdo sobre el dato de afectados. No obstante, la precariedad ha obligado a muchos ancianos a volver a pueblos próximos a Chernóbil, donde la radioactividad les acecha pero las ayudas no les llegan. No tienen otra salida.
Una promesa presidencial y la insistencia de sus progenitores fue lo que llevó a Naia, Liubou y Liudmila (Lucía como la llaman sus padres de acogida españoles), a lo largo de la década de los noventa, a España. Su estatus de «niños afectados por Chernóbil» y la Asociación Proniños del Mundo les abrieron nuevos horizontes. De las tres, Liubou y Liudmila vivieron la noche del 26 de abril de 1986. Tenían uno y dos años, respectivamente, y sus recuerdos provienen de las anécdotas que les cuentan sus madres. Las dos vivían en Myshanka. Sus padres eran militares y acudieron al mismo colegio. Sólo se llevan dos años de diferencia, pero Naia, de 24, es mucho más alta que Liobou. «Creo que la radiación me afectó en la altura. Mis padres y mis abuelos son altísimos», comenta la joven que hoy vive en Madrid.
Charcos radiactivos
El día que un fallo humano extendió la radioactividad a Bielorrusia, Ucrania y hasta a Suecia –a 1.500 km de la central–, la madre de Liubou vigilaba, como cada noche, la estación de ferrocarril de la localidad. «No vio nada, pero al día siguiente recuerdo que mi padre me llevó al campo y nos sorprendió la claridad del día. Hacía mucho sol», aclara Liubou. Una visión parecida fue la que experimentaron los ciudadanos de Pripiat, la localidad más cercana al epicentro nuclear: «El sol se encendió en mitad de la noche», comentaron algunos de los vecinos que vivían en lo que hoy es una ciudad fantasma. La madre de Liudmila no estaba desencaminada cuando encerró a sus hijas en casa después de ver una placa amarilla en los charcos de lluvia de Soligorsk, su ciudad natal.
La fuga de ocho toneladas de combustible radiactivo eliminó del atlas mundial a 79 aldeas. Los gases no cesaron de salir del reactor 4 de estación durante los diez días posteriores a la explosión. Fueron los denominados «liquidadores» los que dieron su vida por apagar las llamas y, posteriormente, fortificar el edificio. Se estima que fueron más de 700.000 personas. De ellas, 8.559 eran de origen bielorruso: «Sé que en nuestro pueblo a muchos jóvenes les ofrecieron cambiar los años de servicio militar obligatorio por trabajar un día en Chernóbil. Ellos no sabían a lo que se exponían», afirma Liubou. Dos de sus compañeros de escuela fallecieron antes de cumplir los 15 años.
Ambos sufrieron cáncer de tiroides. En esta glándula se instala el yodo 131, uno de los radioisótopos más peligrosos, a pesar de su limitada esperanza de vida –ocho días–. De ahí que la primera acción para contrarrestar sus efectos, después de evacuar las zonas más próximas, es repartir pastillas de yodo. Ni evacuación ni pastillas. El oscurantismo y la desinformación gobernaban la débil URSS. «Nosotros nos fuimos al norte tres días más tarde, gracias a que mi padre oyó rumores en el cuartel», comenta Naia. Su amiga de la infancia también abandonó su hogar por unos meses: «Mi padre nos mandó a mi madre y a mi a Lituania, a vivir con unos familiares. El colapso le dejó a él en tierra. No quedaban billetes», recuerda.
La prueba de seguridad que intentaron realizar los ingenieros de Chernóbil falló a las 01:23:58 a.m. y el diseño obsoleto de la central no ayudó a atajarlo. A la emisión del yodo 131 se sumó la del cesio 137, un material pesado, difícil de eliminar y que contamina durante 30 años; el estroncio 90 ataca directamente a los huesos, en especial la médula osea –el organismo lo confunde con el calcio y se mantiene activo a lo largo de 90 años–; el xenon 133 se inhala y no desaparece con la lluvia. Vive seis siglos. Por último, el isótopo que más miedo da pronunciar: el plutonio. No se extingue hasta que no transcurren 24.000 años. Vómitos, piel oscurecida, diarrea y, por último, hemorragia cerebral. Así agonizaban en los hospitales próximos a Chernóbil las primeras víctimas que sufrieron la lluvia tóxica. Expertos ucranianos asumieron 100.000 muertas directas, pero fueron más.
Un desastre evitable
¿Se podría haber evitado la explosión del reactor 4 de Chernóbil?
–En la central no existía una cultura de la seguridad como la de hoy, por ello, los ingenieros optaron por realizar una prueba de seguridad desconectando todos los sistemas de emergencia. Una acción impensable hoy en día. A esta imprudencia se sumaron las deficiencias en el diseño soviético.
¿La inacción del Gobierno contribuyó al desastre?
–Los ciudadanos de Pripiat, la población más próxima a la central, desconocieron los hechos hasta tres días después. Asimismo la zona de evacuación se limitó a los pueblos más cercanos. Los que se encontraban a más de 20 km. quedaron excluidos, aunque la radiación llegó hasta Suecia.
¿Fue acertada la acción internacional?
–La desinformación que transmitió el Gobierno de Gorbachov no ayudó a la acción del resto de países que, mucho después de la tragedia decidieron crear un fondo para ayudar a los afectados. Unas 2.300 poblaciones ucranianas quedaron contaminadas.
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