Cataluña
La historia como propaganda por Francisco Marhuenda
La disparidad de contenidos –y orientación– en los sistemas educativos de las autonomías hace necesario e imprescindible un nuevo modelo común que ofrezca una buena formación, que exija unos conocimientos mínimos a todos los alumnos españoles y que ponga límites a las imposiciones ideológicas en las aulas
La Transición estuvo llena de aciertos, pero también se cometieron algunos errores. Es cierto que ahora es habitual criticar el Estado de las Autonomías como si fuera la fuente de todos los males que aquejan a España en estos tiempos de crisis. No es verdad. La Constitución de 1978 resolvió el histórico problema de la organización territorial al diseñar en su Título VIII el Estado de las Autonomías. Cuando se aprobó la Constitución existía, en mayor o menor grado, un deseo de autonomía en las diferentes regiones y los entes preautonómicos estaban constituidos. Otra cuestión distinta es cuál era el grado de autonomía política que se podía o se debía alcanzar. Hay que aceptar que la realidad política de Cataluña y el País Vasco, tanto entonces como ahora, marcaba una pauta que debía conducir, necesariamente, a una igualdad en los techos competenciales, con la excepción de los denominados «hechos diferenciales», al final del camino. Otra cuestión hubiera sido un mapa con un menor número de comunidades, pero no cabía esperar que se consagrara un modelo, que no existe en otros estados avanzados, con autonomías de primera y de segunda. Es algo que hubiera provocado un fuerte rechazo y enormes tensiones. El problema de fondo de nuestro Estado no reside en el modelo territorial, el reparto competencial o el sistema de financiación sino en la existencia de unos partidos nacionalistas cuyo objetivo último, a corto o largo plazo, es la independencia de su territorio. Esto somete a España a unas tensiones como pocos países del mundo sufren y que a largo plazo es inaguantable. Es cierto que los estados compuestos, como sucede con Estados Unidos o Alemania, han sufrido tensiones, de mayor o menor grado, hasta que han conseguido articular un modelo de distribución competencial eficaz. Al no existir formaciones nacionalistas que necesiten elevar permanentemente el techo de sus reclamaciones, los problemas se han resuelto con negociaciones donde han participado de forma multilateral todas las partes en conflicto.
Es cierto que España necesita resolver sus problemas territoriales y crear un auténtico mercado único –lo cual no significa una centralización similar a la francesa– que acabe con esta tensión permanente. Entre los problemas que afectan a nuestro futuro está el modelo educativo. Un gran error de la Transición fue la cesión de esta competencia a las autonomías, porque se generó un modelo de reino de taifas donde el papel del Gobierno es poco más que simbólico. No se trata de «españolizar», un término fácil de manipular por los nacionalistas que sí se han dedicado a «euskaldunizar» y «catalanizar», sino de conseguir una educación de calidad donde los elementos comunes sean respetados y no estigmatizados. La enseñanza de la Historia se ha convertido en un despropósito nacional que afecta a la mayor parte de comunidades, donde las particularidades se elevan hasta extremos grotescos. Es bueno conocer la historia de la comunidad pero nunca explicada en contraposición con una realidad común que ni se debe ni se puede esconder. Desde una mentalidad nacionalista se han buscado argumentos para justificar la condición de nación independiente de Cataluña o el País Vasco en la Edad Media. Un despropósito tan grande que es imposible considerar como historiador a quien convierta la historia en un instrumento al servicio de la propaganda. Es cierto que la Historia ha sido utilizada en el pasado como medio de propaganda y que los mitos fundacionales de las naciones han sido muy gratos para fortalecerlas y cohesionarlas. No obstante, ese concepto hace mucho tiempo que tendría que estar superado.
En el siglo XIX se produjo una eclosión de esa visión romántica de la Historia. En unos casos sirvió para impulsar la independencia de Grecia o la unificación de Alemania e Italia, pero en otros sirvió para provocar la aparición de movimientos regionalistas y luego nacionalistas en diversos territorios. La Historia que se debería explicar en las escuelas y universidades tendría que estar al margen de los intereses partidistas. Ni izquierda ni derecha, pero también sin nacionalismos de ningún tipo. Hoy no se explica la Historia de España con los viejos conceptos de los años del franquismo. Hubo un tiempo que la moda era el marxismo y ahora nos encontramos con unos historiadores nacionalistas que confunden los deseos con la realidad. El Gobierno acertará si impulsa una reforma educativa basada en la calidad y la recuperación de los valores comunes, que no son excluyentes con el respeto de las singularidades que tienen todas las autonomías españolas. La calidad ni puede ni debe estar condicionada por intereses políticos sino que tiene que ser un objetivo colectivo. Es necesario corregir el error de la Transición desde la negociación y la búsqueda del consenso.
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