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Semejantes

La Razón
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Ayer, investigando para mi programa el atropello del tren en Cataluña, pude comprobar que en los pisos contiguos a las vías había gente haciendo una barbacoa en una terraza. En la playa de Castelldefels, unos pasos más allá, seguía la fiesta de San Juan. Mi abuela me contaba que en su barrio de Madrid, cuando alguien moría, la calle entera se ponía de luto. Por supuesto, se suspendían de manera espontánea las verbenas y a nadie se le ocurría festejar en las narices de la familia del difunto. Ahora freímos salchichas en el escenario del crimen. Hemos aprendido perfectamente que lo único que debe importarnos es nuestro interés y nos hemos impermeabilizado frente a las molestias que puedan causarnos nuestros semejantes. «Semejante»: hasta la palabra está en desuso. Un ciudadano ante una tele, eso es lo que somos. Creemos que vivimos la vida sólo porque la pequeña pantalla nos muestra «en directo» cómo pare una ballena o cómo se sube al Everest. La dura realidad es que no conocemos el nombre de nuestros vecinos y que hay noticias de agresiones y violaciones a pleno día y en zonas concurridas de grandes ciudades sin que ningún transeúnte repare en ello ni se detenga. Corremos, corremos, corremos del trabajo al transporte, del transporte a casa y a la tele, y vuelta a empezar, atomizados por completo, solitarios, dóciles al poder que se expande a través de consignas. Individualizados e indiferentes unos con otros. Tan indiferentes que festejamos sin problema en el mismo lugar donde un tren a 140 por hora se ha llevado por delante a doce como nosotros.