Cataluña

La cosa autonómica

La Razón
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Se habla mucho últimamente de la «inviabilidad» de las Autonomías. Lo que durante décadas se nos vendió como el gran logro de la naciente democracia española –la organización territorial del Estado–, parece hacer aguas. Más que aguas, lodos. Básicamente financieros.

El proceso autonómico fue largo: desde 1977 hasta 1995, cuando finalmente se aprobaron los estatutos de las «ciudades autónomas» de Ceuta y Melilla. Sin embargo, la crisis ha dejado al descubierto sus taras, que no son pocas ni fáciles de disimular. La recesión sin precedentes que vivimos está acabando con muchos tópicos que parecían indiscutibles. Por ejemplo: «Los precios de las casas nunca bajan; los bares son negocios seguros que jamás quiebran; el Estado de las Autonomías es un gran invento español que sólo produce riqueza y crecimiento...». A día de hoy, lamentablemente, los inmuebles bajan de precio de manera constante e imparable; muchas tabernas echan el cierre definitivo o traspasan el local (a un empresario chino, casi siempre),; y la perla de nuestra eximia Constitución, el invento autonómico, se resquebraja a ojos vista.

España, en su transición del régimen franquista a la democracia, cometió errores de bulto. A los padres de la patria de la época les faltaba experiencia en las esencias de la democracia y, al igual que un puñado de hambrientos recién nombrados jefes de cocina de un palacio imperial, pusieron demasiadas cosas en el puchero, y se olvidaron de otras fundamentales. Pudieron haber optado por un sistema federal, o confederal, pero el lastre del pasado, de las sombras del pasado, y el miedo al porvenir, quizás los condujo a la intrincada senda «autonómica» por la que hoy en día deambulamos sin norte. Prisioneros de las aspiraciones e intereses nacionalistas, que llevaban más de cuarenta años (desde la II República) esperando para arreglar sus cuentas, idearon, quizás con la mejor de las intenciones, un sistema profundamente desigual, en el que había autonomías (País Vasco y Navarra) que no eran autonomías en realidad, sino «territorios forales con derechos históricos»; otras como Cataluña con los ojos aún puestos en la Constitución de 1931 más que en la de 1978; toda una serie de territorios perdidos en un limbo «identitario» cuya razón hubo que inventarse poco a poco (Madrid, La Rioja, Cantabria…), y demás ristra de artificios regionales prestos a consumir el famoso «café para todos». Conscientes o no de lo que hacían, los padres de la patria convirtieron las famosas autonomías en organizaciones diseñadas específicamente para gastar dinero. Y las autonomías demostraron ser excelentes en eso. ¿Por qué ahora algunos dicen que son un fracaso? Son un fiasco sólo porque no hay dinero en la Administración central, encargada hasta ahora de organizar lo que viene llamándose «solidaridad interterritorial» y que consiste básicamente en una cadena de favores económicos: si el Gobierno central es de un signo político determinado, favorecerá en sus presupuestos a los gobiernos autonómicos de su mismo partido, aumentando y consolidando así las redes clientelares y contribuyendo a hacer más duradero el edificio autonómico. Que, de hecho, ya es indestructible. Yo creo.