Londres
La Reina se quedó sin sopa por Martín Prieto
En lo más álgido del «Blitz» de la «Luttwaffe» sobre Londres, Winston Churchill convocó al embajador de España. Era hombre riguroso, con empaque, muy culto, y apellidándose Fitz James Stuart podía pedir audiencia al rey Jorge a cualquier hora sin permiso. Así pudo sacar de la Torre de Londres a un periodista español, presunto espía nazi, librándole en el último momento de la soga. Churchill propuso al Duque de Alba que si España se mantenía neutral a la vuelta de la guerra se abrirían conversaciones bilaterales para la retrocesión de Gibraltar. Alba voló a Madrid para transmitir el recado y Franco, con su escepticismo galaico, le dijo: «Eso que se lo pongan por escrito». Los aliados premiaron al dictador portugués Salazar devolviéndole Timor, pero no reconocieron que Franco había parado a Hitler ante el Peñón. A Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores de Franco, le llamábamos «el ministro del Asunto Exterior», porque no se ocupaba de otra cosa que de la Roca: cerró la verja, obstaculizó con globos aerostáticos el aeropuerto y los llanitos tuvieron que buscar la mano de obra en Marruecos. Felipe González abrió la reja y no ganando nada devolvió las cosas a su inicio. La única presión sobre Londres para extraerlo de su sopor es desmontar la cueva gibraltareña de dinero negro, blanqueo y evasión fiscal. A mayor descaro, los escorpiones de la roca tienen sus negocios en la Costa del Sol. En el Castillo de Windsor le hubieran dado a la Reina un «roast beef» (no come carne en memoria de su padre, el Rey Pablo), una sopa estomagante entre dos platos sólidos para que navegue la digestión y no le hubieran permitido prender uno de sus largos cigarrillos rubios. Lo único malo ha sido el desencuentro entre Zarzuela y Moncloa. Por lo demás, en Inglaterra nunca han sabido comer.
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