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Gargantillas de colores por José Jiménez Lozano

Preciosas sillerías de castaño o roble con asiento de anea se han cambiado por muebles de formica y pasta de madera

La Razón
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La chapuza, o los no bien logrados resultados de lo que se hace, siempre tuvo lugar en el mundo, como es lógico. El «tente mientras cobro», como dice el refrán, las diversas clases de construcciones aparatosas sin cimientos, los zapatos que se agujerean aunque sean de pieles sublimes, y un largo etcétera, son cosas tan viejas como el hilo negro. Y tiempos de «¡Viva Cartagena!» y de «todo vale», o de meter la propia cuchara en cualquier olla para presumir de ser un entendido o para convencerse uno a sí mismo de ello, o tiempos de afiliarse a partido o cofradía para poder hacer bulto y, sobre todo, para no tener que pensar por cuenta propia, tampoco son cosas de ayer por la mañana.

Con tal de que lleven la estampilla de un cierto color o la divisa de una cierta ganadería, o un simple eslógano las gentes siempre se han sentido ante una denominación de origen de toda confianza, y se ha actuado como los viejos inditos que, cuando se les mostraban unas cuantas gargantillas de cristal y colores, soltaban el oro que hiciera falta para adquirirlas; y esto es exactamente lo que nos ocurre cuando oímos hablar de Jaujas y Utopías, Modas Modernidades, Libertades Igualdades, o Cientificidades y Tecnicidades, que brillan mucho más que las gargantillas de colores y siempre nos trastornan, sin que pesemos y midamos cada una de esas perlas, para comprobar si son auténticas y cuales sus quilates, antes de pagar algo por ellas. Pero no es éste el caso, aquellos simples nombres operan con la fascinación de un deslumbre o de un ensalmo, o como la hipnosis sencillamente. Preciosas sillerías de castaño o roble con asiento de anea se han cambiado por muebles de formica y pasta de madera, maravillosas vasijas de barro o porcelanas preciosamente decoradas han sido vendidas al barato o cambiadas por cacharros con virtudes de no romperse y no oxidarse, y, desde luego, iglesias verdaderamente hermosas han sido abandonadas y a veces sustituidas por otras como garajes, naves industriales, o parodias de mobiliario asambleario. ¿Ha sido el modo de hacerse perdonar su existencia, imitando también las construcciones civiles de ganado en estancias acristaladas, que se han prodigado tanto? El éxito de estas novedades de hace más de cien años, pero, sobre todo, si se trata de algo que puede aparecer como exactamente lo contrario o totalmente diverso a lo que venía siendo, está asegurado; y no cabe argumento, ni de hecho, que muestre que eso que se tiene por nuevo se ha repetido ya hartas veces en el mundo, que los hombres somos los hombres, y que no hay más registros que los que hay, y una tortilla no puede reinventarse, porque ya está inventada, y sólo estropearse con retorcimientos barrocos y manieristas.

Pero si no pesamos ni medimos tantos prodigios como se nos ofrecen, daremos todo por aceptable; incluso el peligro que supone, ahora mismo, una avanzadísima técnica y un aparato de poder burocrático implacable y no a medida humana, más la decisión de liquidar la «fábula antropológica» y todo otro concepto del hombre que no sea el estrictamente biológico, más la introducción de la muerte racionalizada en la idea de progreso, y la práctica política del Estado-Granja que lleva a la idea de una humanidad-ganado.

Y ya sé que no debe nombrarse todo esto en sociedades tan sedientas de lirismos y optimismos como la nuestra, que, puede comportarse como hacían los camaradas chinos cuando arreglaron los termómetros para que nunca se acercaran a la temperatura-límite legal, que eximía de presentarse al trabajo, o aplicando la lógica de aquel decimonónico y famoso madrileño probador de duros verdaderos o falsos por el sonido que hacían al golpearlos contra el mármol de una mesa del café, que achacaba el mal sonido de esos duros a la mala calidad del mármol, porque era incapaz de pensar que hubiera falsificadores. Pero los había, y también falsedades y fraudes, y mejor será hacer algo para que no medren.

 

José Jiménez Lozano
Premio Cervantes