Crítica
La crisis atiza a Boccanegra
De Verdi. Voces: G. Gagnidze, I. Mula, G. Prestia, F. Sartori, S. Piazzola, M. Á. Zapater. Dir. de escena: G. Del Monaco. Dir. musical: J. López Cobos. Teatro Real. Madrid, 17-VII-2010
Estamos ante una de las óperas más bellas de Verdi, pero también ante una de las más difíciles para el público. De ella, como sucede con «Macbeth», «Lombardi», «Stiffelio», «Don Carlo» o «Forza», existen dos versiones: la de 1857 y la de 1881. Entre ambas median los mismos 25 años que transcurren entre prólogo y primer acto. La primera versión fracasó porque el público no apreció el cambio de lenguaje. Verdi quiso dotar de mayor presencia al elemento dramático a través de amplios recitativos en parlato. Aunque el barítono Simon es el protagonista, no posee ni una sola aria, lo que sí sucede con el resto de los personajes. La segunda versión sirvió no sólo para mejorar la obra, sino también supuso un ensayo de cara a «Otello». Se trataba de probar a Boito, el libretista encargado de arreglar la rebuscada trama de García Gutierrez, y resultó suficiente. Verdi eliminó banalidades, como una cabaleta de la soprano, introdujo una escena de contenido dramático –quizá lo mejor de la obra– en el final del primer y profundizó y redondeó el personaje de Simon hasta pintar el retrato sonoro de un dictador. Ese que se cree jefe por mandato divino, que en su crueldad se siente justo y cuya pesada soledad le hace sentir una cierta suerte de autoconmiseración. La partitura es un canto a la soledad del poder y a las acechanzas que le rodean. Verdi empezó a enlazar con Wagner desde un estilo propio y muy italiano. Simon está muy próximo al «Don Carlo» –Simon y Fiesco heredan mucho de Felipe II y el Gran Inquisidor– pero también a Lohengrin y a Tristan. Además Verdi introdujo una suerte de naturalismo en su obra –la presencia del mar es obsesiva– que culminará en «Otello», quizá la primera ópera verista.
Todo ello lo sabe bien Giancarlo del Monaco, uno de los pocos registas capaces de alternar en su carrera el historicismo con la modernidad y siempre desde un profundo respeto a la partitura. La producción, que data de 2002 (realmente de los ochenta y Berlín), pertenece al Teatro Real, si bien se ha repintado de forma que los decorados han pasado del rojo y blanco a un blanco «Carrara» en el que el vestuario, rojo y negro, destaca más. Lástima que la crisis haya impedido retocar las proyecciones marinas que, además, pierden contraste con el cambio de color. La sabiduría teatral de Del Monaco queda de manifiesto en multitud de detalles, desde la penumbra con la que intenta que aparezca Amelia, «la mujer desconocida venida del mar», al desarrollo dramático de una boda final transformada en funeral, con un Doge que no desea morir en el palacio sino en el mar, aunque éste haya desaparecido por razones presumiblemente presupuestarias. Así también sucumbió la especie de efecto laser que, a modo de túnel del tiempo, enlazaba prólogo y primer acto El actual cambio, a telón bajado, resulta mucho más rutinario. En definitiva, se ha intentado mejorar la producción pero han faltado dineros para llevar a la práctica todas las ideas con lo que, de alguna forma, se ha perdido unidad.
George Gagnidze convence plenamente, posee la prestancia física que precisa el personaje de Simon, una voz amplia y bien timbrada, aunque no tanta sutileza. Inva Mula aporta serenidad, calidez y dulzura al dramáticamente pobre papel de Amelia. Fabio Sartori es tenor ideal para Gabriele, con un timbre muy bello y un ímpetu a la italiana. Giacomo Prestia otorga lúgubre profundidad a Fiesco y Simone Piazzola cumple como Paolo. López Cobos termina aquí su titularidad en el Real, dejando una orquesta que es capaz de tocar a muy buen nivel cuando el foso lo ocupan maestros como Pinchas Steinberg. En su cuidada, casi camerística, lectura se echa de menos el nervio de Gabriele Ferro en 2002. A pesar del indudable éxito merece una seria reflexión los muchos claros de la sala ante una reposición fuera de abono en plena crisis y en los calores de julio.
GONZALO ALON
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