Historia

País Vasco

Odio en fiestas por Luis del Val

La Razón
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La palabra fiesta pone campanillas en el alma, y todos sus derivados traen un aroma risueño y divertido: festivo, festín, festejar, feria, festival… Pero estas caras no parecen estar de fiesta, sino de odio, truncada la alegría por una provocación.
Mi padre era de Navarra. Nos dejó definitivamente las últimas navidades, después de dos años viviendo en la ausencia, pero antes, mucho antes, me llevó de niño a aquellas tierras donde la hospitalidad es algo tan intrínseco como la fuerza de gravedad en la masa, casas tan abiertas como los brazos y ofrecimientos tan ausentes de hipocresía como el pensamiento de un niño.
El separatismo tuvo la ensoñación de que Navarra era vasca, en unos momentos en que una economía armónica necesitaba de la agricultura que el País Vasco no tenía, y se intentó reescribir una historia falsa, cuando lo único común fueron los valles del norte y unas pesadas cucharadas de carlismo.
Y, después del separatismo desfigurador y falsario para justificar fronteras apócrifas, vino ETA, claro está, y la sangre de casi medio centenar de personas ha dejado una costra de barbarie construida con la vida de agentes de la Guardia Civil y de la Policía Nacional, pero también repartidoras de periódico y hasta un niño de 14 años, sin olvidar a dos concejales de Unión del Pueblo Navarro, uno de ellos asesinado cuando el Ayuntamiento de Leiza era gobernado por Batasuna.
Hay dos navarras, claro está, la de la ribera, donde la jota aragonesa se vuelve más melancólica, y la del norte donde los caseríos anuncian la proximidad del País Vasco, y no son iguales las meridandes de Tudela que las de Pamplona o Sangüesa, claro está, pero durante siglos todo esto fue el Reino de Navarra hasta hace bien poco, y en la Constitución de 1978 se recogió el Amejoramiento de los Fueros. Da lo mismo: el sueño imperialista de un puñado de iluminados recibió el apoyo inesperado de una banda de asesinos que comenzó cambiando el nombre –la Navarra de siempre se empezó a llamar Nafarroa– y continuó intentando sembrar el encono y la hostilidad. Y algo han conseguido. De momento, joder las fiestas, que es para lo que sirven el resentimiento y la inquina, y, luego, con la paciencia de los ruines, ir avanzando en la recogida de nueces, ahora que ya están legalizados los que mueven el nogal, e intentar que se repita el proceso entrópico mediante el cual una sociedad sana, sometida al terror, comienza a tener miedo, y acepta y calla y se desentiende por cobardía. Creíamos que ese enviscamiento no se iba a producir en el País Vasco y se produjo, y lograron expulsar a un cuarto de millón de personas, que se fueron a vivir a otros lugares de España.
Estamos convencidos de que San Fermín todo lo ve, pero no es tan seguro que los navarros vean que estas villanías de traer el odio a las fiestas no son iniciativas espontáneas, sino la parte de eso que incluso hace tiempo me hizo suscitar sonrisas de suficiencia, y que se llama «hoja de ruta». Y en esa ruta, la anexión de Navarra es irrenunciable.