Sitges
Un fetichista a tamaño natural por David BARBA
Se nos va el sátiro máximo, el fetichista de «Tamaño natural», el presidente de la Academia del Tacón de Aguja. Berlanga ha sido el fílico por excelencia del cine español. Deja en herencia una estupenda biblioteca de bondage y sadomasoquismo, así como el recuerdo imborrable de una personalidad golosa y mágica. Se nos va Berlanga; nos queda la berlangafilia. Cuando hablaba de sexo, solía juntar las manos con la naturalidad de un fraile de sermón amable. Para don Luis, erotizar el éter era tan normal como respirar: fue la encarnación heterodoxa de un personaje de novela picaresca, un sátiro capaz de colarse en un convento sin despertar sospechas; un Berlanga de Alfarache, un buscón Don Luis de Pablos.
Libertario y libertino, enviaba lencería erótica a Pilar Miró después de que la entonces directora de RTVE le cesara como presidente de la Filmoteca Nacional. Le dolió esa censura, porque lo que más le interesó en la vida fue el cine... ¿O no? «¡No, no!», me aclaró un día que coincidimos en un festival erótico, «lo que más me ha interesado en la vida son las mujeres, incluso en mi vejez: mi capacidad para intervenir en los actos amorosos se ha vuelto pobre, pero mi imaginación erótica sigue tan despierta como siempre». De los rigores censores supo muy pronto Berlanga, que no estrenó una película entera hasta 1978 con «La escopeta nacional». La anterior, «Tamaño natural»· (1973), tuvo la mala pata de ser la última sometida a calificación moral, justo antes de que se viniera abajo el edificio moral de la dictadura. Los censores dilataron todo lo posible su estreno, a pesar de que es muy poco erótica. Ni siquiera aparece un desnudo. «Lo más turbador de la cinta –contaba su autor– es el maniquí . Construirlo costó un dineral. Tanto, que el presidente de la Paramount llegó a decir: "Por ese precio hubiera preferido a la Bardot y tenerla quieta toda la película"». Con el tiempo, aquella muñeca se convirtió en una obsesión para Berlanga. En «Bienvenido, Mr. Cagada», las impagables memorias que le dictó a Jess Franco, recordaba cómo por su culpa perdió una apuesta con Azcona. «Yo decía que un hombre nunca hablaría con ella y él decía que sí, que lo terminaría haciendo. La sentaba vestida en una mecedora en el hall de mi apartamento y le ponía un cigarrillo entre los dedos. Perdí la apuesta dos días antes de empezar la película. Llegó el coche del rodaje a recogerme y, cuando salía corriendo, le acaricié la mejilla y le dije: "Adiós, chata"».
Después de acabar el rodaje, perdió de vista a la muñeca. Un día, bajó al garaje y descubrió que la tenía en casa: sus hijos estaban jugando con su cabeza. «No es que jugaran como yo, de una manera equívoca, no. Ellos jugaban al fútbol con la cabeza de la muñeca. Su cara estaba medio hundida y uno de sus ojos había desaparecido, la pintura había saltado aquí y allá, dándole un aspecto monstruoso, baratamente monstruoso. Y ése fue nuestro final». Berlanga también se enamoraba de mujeres de carne y hueso. Y les gustaba jugar a atarlas. «Me di cuenta de mi fetichismo durante un rodaje en una playa de Sitges. La arena estaba plagada de suecas –eran los tiempos de las suecas–, y yo estaba encantado de mirarlas tan escasas de ropa. Me acercaba a ellas y se ponían contentísimas, porque pensaban que las íbamos a incluir en la película. Creo que he hecho muchas putadas a las chicas a lo largo de mi vida, pero en esa época le ponía una especial atención a dejar salir mi maldad, así que convencí a un par de suecas para que se dejaran atar a un poste. Les dije que nos teníamos que ir a comer y que volveríamos en un par de horas. Cuando regresamos con la tripa llena, seguían allí tan frescas: ¡creían que todo formaba parte del rodaje!».
En pleno franquismo también se las arreglaba para deleitarse con su pasión fetichista por el calzado, que definía como «una pulsión esteticista que no hace daño a nadie». Hoy existe un Premio Berlanga a la mujer mejor calzada de España. «Las mujeres me gustan más de ombligo para abajo», me contó la última vez que lo vi. «De tetas para arriba ya no me entusiasman tanto. Yo, hacia el ombligo, termino la excitación». Y es que era tan sátiro que sólo le gustaban vestidas: «Desnudas no me dicen nada. Tengo un cuento pensado que quizá algún día convierta en guión: en una playa nudista, el protagonista hace enormes esfuerzos por seducir a una chica maravillosa. ¡Y todo con la intención de llevársela a casa para poder vestirla!».
David Barba
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