Historia
A la tercera va la vencida
Tenemos olvidado el cauto uso de las palabras, de su semántica y de su ortografía. Un ejemplo: recientemente, un amigo mío tuvo mellizos y me lo comunicó por SMS («soy papá») pero usando mayúsculas y prescindiendo de los acentos.
Por un desconcertado momento, sufrí un enorme sobresalto porque interpreté que aseguraba haber sido ascendido a la máxima jerarquía de la curia vaticana, lo cual era muy improbable porque acababa de salir de la cárcel (mi amigo, no la máxima jerarquía, se entiende). Algo parecido sucede con la palabra «república» en nuestro país. El término ha quedado fosilizado a medio camino entre maldición y mito, usándose sin matices de acentos ni precaución de puntos suspensivos. No hay como encerrar algo en un nombre para empezar a desconocerlo. La Segunda República tuvo buenas intenciones que se acompañaron de verdaderas ignominias. Añorarla es tan grotesco como pretender imponer los bombachos o las boquillas quilométricas cuando los cigarrillos desaparecen. Más ridículo si observamos que, de hecho, llevamos cuatro décadas viviendo en una sutilísima república mucho mejor que aquella. Una república dónde elegimos al presidente y la Jefatura del Estado es heredable. Esa especie de tercera república, nos ha llevado al más largo período de paz y progreso de nuestra historia.
En España, hoy vota y decide la soberanía popular, garantizada por una Constitución, el poder está repartido según los sistemas que prescribieron Locke, Bolingbroke y Montesquieu para garantizar la protección de los derechos individuales y limitar el poder absoluto. Unos herederos de la monarquía cultos e inteligentes no han dudado en trabajar en esa dirección al lado de la gente y ésta se lo agradece porque, al no tener que someterse a la siempre desafortunada política, un líder heredero retiene su objetividad. ¿Será verdad, pues, que a la tercera va la vencida?
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