Estreno
CRÍTICA DE CINE / «Más allá de la vida»: Eastwood no le teme a la muerte
Director: Clint Eastwood. Guión: Peter Morgan. Intérpretes: Matt Damon, Cécile de France, Bryce Dallas Howard. EE UU, 2010. Duración: 120 minutos. Drama.
Desde la imagen crepuscular de William Munny tendido bajo la sombra de un árbol en un bellísimo plano general de «Sin perdón» hasta la imagen de la cabaña donde el Frankie Dunn de «Million Dollar Baby» termina consumiendo sus días en este aciago mundo, la muerte ha presidido buena parte de la filmografía de Clint Eastwood. Nunca, eso sí, apelando a lo sobrenatural, como ocurre en este «Más allá de la vida». Es como si ahora el humanismo del octogenario Harry Callahan hubiera aprendido un par de cosas del fantástico melancólico de M. Night Shyamalan, dejándose infectar, de paso, por la narrativa de vidas-cruzadas-en-distintos-puntos-del-globo patentada por el «Babel» de González Iñárritu. Es éste un Eastwood impuro y, sobre todo, irregular: la espectacular –aunque en exceso digital– escena del «tsunami» que abre la película no tiene nada que ver con el tono (lento, solemne) del resto del metraje, así como el personaje que sobrevive a esa catástrofe, una periodista televisiva que Cécile de France interpreta como si se hubiera perdido por un centro comercial en plenas rebajas, es mucho más endeble y prescindible que sus ecos masculinos, un vidente (Matt Damon) atormentado por su don y un chico de once años que ha sufrido una pérdida irreparable. La tendencia a la digresión del cine de Eastwood puede detectarse en alguna de sus obras maestras («Medianoche en el jardín del Bien y del Mal») y en alguno de sus fracasos más absolutos («Deuda de sangre»). En sus mejores momentos, es una digresión que dilata el relato para enriquecerlo de vida y color. En los peores, indica hasta qué punto el apresuramiento del método de trabajo de Eastwood es el responsable de que algunos de los guiones de los que parte necesiten unas cuantas versiones más para sentar la cabeza. Es el caso de «Más allá de la vida», en que las líneas de fuga de la trama son morosas y previsibles, y el clímax donde coinciden las tres historias, situado en la Feria del Libro de Londres (¿), es poco menos que absurdo. ¿Qué es lo que salva a la película? El trabajo de puesta en escena y una atmósfera triste, lúgubre, inequívocamente eastwoodiana. El rostro de Matt Damon apenas entrevisto en su apartamento, sus cenas solitarias, el pa seo de un niño en el metro de Londres y, sobre todo, dos sesiones de espiritismo desdramatizado que son lo mejor del filme y que demuestran que Eastwood tiene una cualidad de gran cineasta: sabe escuchar con la cámara.
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