Literatura
Adaptaciones
Hace unos diez años se dio un caso de traducción–versión muy especial de una novela, que todavía por entonces llamó la atención, o digamos algo así como que escandalizó bastante, incluso dentro de ese ámbito tan poco escandalizable como es el de la industria cultural.
Según parece, se alteró el argumento de una novela inglesa que llevaba por título «First Amon Equals», de Jeffrey Archer, que era una narración que se desarrollaba en el ambiente de la política inglesa, y los personajes vieron cambiada su historia en la versión norteamericana, de tal manera que «la persona que acabó siendo elegida primer ministro no era el mismo hombre que ganó en la versión británica», dijo el traductor, pero todo se había hecho con la autorización del autor.
La pregunta que surge ante esta y otras manipulaciones, se contestó tranquilamente en este caso afirmando que esos cambios hacían aceptable el libro en USA, según se deducía de los estudios de mercado. De manera que, en cierto sentido. lo mismo da que sea por una razón o por otra, porque lo importante es la triste comprobación de que la concepción, escritura y edición de un libro han desaparecido, y el libro es una mercancía más fabricada en función del comprador, y el comprador es un lector de nuestros días, no es un lector de hace unos cuantos años, sino un lector indiferenciado sin intereses culturales ni noticia de ellos, y, en general alejado de la literatura, pero que debe ser manipulado y halagado, naturalmente, porque se trata de venderle un producto pensado para él.
Quienes entienden de libros, pues, ya no son los escritores, ni los estudiosos de literatura, ni los críticos, ni los libreros o editores, sino quienes gobiernan la industria cultural; lo que no quiere decir que no sigan escribiéndose libros por razones no comerciales, pero estos libros circulan en el exterior de la órbita de esa industria, y, por lo tanto, amparados solamente por un grupo cada vez más reducido de verdaderos lectores.
En ese tiempo mismo de la novela que se comenta, los señores Richard J. Barnet y John Cavanagh ya habían advertido, en su obra, «Sueños globales», que la edición se había convertido en una industria mundial que poseía propiedades editoriales en varios países, algo que no era diferente de poseer otros intereses comerciales en lugares diferentes. Pero el caso era que, si los Estados suplieran esa industria, lo harían para su provecho y dominio. Y esto significa que estamos en un momento cultural realmente importante, donde asuntos como éste no tienen una clara solución, y rebasan la mera cuestión de la situación del libro.
Por lo pronto, la transmisión cultural misma ya va siendo más y más difícil, a medida que van desapareciendo personas que podían transmitirla y se van reduciendo la conceptuación y el lenguaje, y las relaciones de éste con sus orígenes y su tracto histórico. Y esa dificultad de transmisión se da tanto en la enseñanza como a través de los libros, ya que la instrucción no proporciona un sentido moral ni histórico, y quien recibe la cultura –historia, filosofía, literatura, y ciencia– no puede hacerse cargo de lo que recibe, porque no alcanza a entender las relaciones e implicaciones de una idea o un hecho, etc. Y, así, se han adaptado la enseñanza y sus medios a unos fines generales socio-políticos, como se adapta la altura de la cuerda de la comba para que un niño pequeño no fracase al saltar.
Toda la cultura debe versionarse a las incapacidades y el gusto del que la consume, y al consumidor le puede gustar que se le digan las cosas al revés, por ejemplo, en las curiosamente llamadas «ciencias sociales», como en la aludida novela inglesa. Y ya hay hasta «historias científicas» que cuentan de modo diverso y hasta contrario un mismo hecho, porque ya no es precisa la lealtad con los hechos, sino que éstos pueden versionarse y resultar opinables. El caso es que el cliente esté contento.
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