Ferias taurinas
«Alboroto» el de Morante
Madrid- Si la inspiración tiene algo de divinidad, Morante de la Puebla es un dios del toreo. Un privilegiado capaz de crear momentos únicos, de transportarnos a sensaciones que jamás podríamos sentir si no nos dejáramos embriagar por el suave vuelo de su capote. Por su manera de interpretar, de ser, de estar delante del toro, su espontaneidad, esa mágica facilidad que conmociona hasta dejarte en estado de shock. Es Belmonte, Joselito, Gallito y José Antonio... Un Morante de la Puebla único que ayer convirtió Madrid de nuevo en un manicomio. ¡No se puede torear mejor con el capote señores! Qué locura. Partió la Monumental por la mitad ya en el saludo de capa al cuarto. Por verónicas. Suaves, lentas, mecidas, acompasadas y encajadas, un monumento a la torería. Por chicuelinas llevó el toro al caballo, pero no de las que son de trámite, sino de las de ¡torero torero! Después, más aún, lo bordó de nuevo por verónicas y saltándose todas las normas, puro Morante, remató con chicuelinas de manos bajas y cintura quebrada. Qué se pare el tiempo. La plaza en pie, entregada. Madrid y Morante. Lío gordo el que había formado con el toro «Alboroto». «Alboroto» el del torero. Ya en esa espiral en el que uno cree que deja de respirar, vino la faena de muleta; la inspiración había comenzado mucho antes. Los derechazos fueron de cante grande: hilados, templados, de empaque y enjundia. Al toro le habían estrujado el alma a golpe de lances de oro y fue perdiendo la candela para embestir. Empezó justo ahí la segunda versión de Morante, esa capacidad para inventar de la nada, para sorprender, para gustar sólo con ponerse. Y se puso, cerquita, a izquierdas y de uno en uno. Había calado tan hondo que el misterio del sevillano formaba parte ya de 24. 000 asistentes. Qué delirio. Rota Madrid por dentro, desde sus entrañas. Se perfiló Morante, ni un pensamiento volaba más allá del filo de la espada roma... Pero pinchó. Una vez, no más, se fue tras el acero después y paseó una oreja de las de gloria eterna. El mito quedaba ya redondeado. Le cayó en las manos en primer lugar un sobrero de José Vázquez. Quién se lo iba a decir. Se le fue la vida al animal en caminar desaforado por el ruedo, lo perseguía todo, sin fijeza en nada. A lo loco. Y así quedó en la muleta, con mal estilo y sin definirse nunca, aunque más reposado. La clase ausente. El de la Puebla impuso grandeza y sabor en los comienzos. Embarcó por dos veces el viaje zurdo con soberbios naturales, así nada más comenzar, y cuando el toro venía a derechas, esos remates que son tan suyos. Hasta el mismo centro. Y ahí se hizo añicos la obra. Se lo llevó al tercio, luego lo sacó... Pero no había donde recrearse. A Manzanares le debía hervir la sangre y echó leña al fuego con el quinto. Papelón el suyo. Toreó con la capa, a la verónica y por chicuelinas con lustre. Y en el centro del ruedo plantó cara pero el de Juan Pedro no acabó de rematar una embestida queda, no era suficiente. Intentos miles y un estoconazo de manual. El colmo de bravura del tercero, sobrero de Vázquez, llegó en sus dos entradas al caballo. No es que el animal renunciara es que pegaba un salto en el encuentro, sólo faltó que mordiera en vez de meter los riñones. ¡Qué suerte Manzanares! Y lo intentó, en el mismo centro, con las dos manos, ¿se obraría el milagro? Imposible dar más vida a un tercio de rácana embestida. «Aleluya» no trajo nada nuevo. Empujó en la primera vara y perdió en ese envite más ansias de las debidas. Caminaba Pinar cabizbajo cuando recogía la montera, símbolo del brindis al público. Tuvo nobleza el burel, pero de la bondad no se vive. Estuvo solvente el confirmante. El sexto fue buen toro, pero Rubén Pinar tejió una labor muy separada como para cuajarlo. Y más con lo que había pasado antes. Así, imposible. «Alboroto», el de Morante.
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