Barcelona
Almodóvar mira el ombligo del cine
Lena (Penélope Cruz), sueña con triunfar como actriz, lo que ignora es que encontrará al amor de su vida en el hombre que está detrás de la cámara. Almodóvar mira al ombligo del cine. Pero, ¿qué ve?
El primer plano de un ojo preside «Los abrazos rotos», como si aquel ojo que se convertía en espiral en los créditos del «Vértigo» de Alfred Hitchcock se hubiera congelado en un punto ciego, un agujero negro del que nace, inevitable, la idea de pasión. No es la primera vez que Almodóvar toma como pretexto el cine dentro del cine para examinar su propia mirada, y la mirada que le devuelve, generoso, el espectador. Todo cineasta mayúsculo acaba, tarde o temprano, reflexionando sobre lo mismo, esto es: ¿por qué miro y por qué filmo lo que miro? Hay, en «Los abrazos rotos», una cita explícita a «El fotógrafo del pánico», porque hay también un cineasta «amateur» que graba, ahora en vídeo, el nacimiento del amor y la conversión de éste en muerte. Es la imagen especular y solarizada de otro cineasta, Mateo Blanco, que se enamora de su musa y que proyecta ese «amour fou» en una comedia que se parece mucho a «Mujeres al borde de un ataque de nervios».En 1987, Pedro Almodóvar le confesaba a la crítica Nuria Vidal: «No sé hasta qué punto me pueden haber influido las películas que he visto (…) No creo que el cine haya dejado una huella especial en mí (…) No soy nada cinéfilo. Cuando he de dar referencias al operador o a los actores, busco las cosas en otros sitios, la pintura, la literatura o simplemente la vida cotidiana». En 2009, en el dossier de prensa de «Los abrazos rotos», la confesión ha cambiado: «A pesar de que todas las películas en el momento de terminarlas ya son pasado, yo les reconozco cualidades premonitorias (…) El cine y la realidad: dos cabalgan juntos». Poder curativo de la creaciónDesde «La ley del deseo» –o incluso antes, en la génesis de «Matador»– el personaje del director de cine es una constante en la filmografía de Almodóvar, como si tuviera la necesidad de desdoblarse en un alter ego (el Eusebio Poncela de «La ley del deseo», el Paco Rabal de «Átame», el Fele Martínez de «La mala educación») para reivindicar el poder curativo de la creación. «Parece que todas las películas hablaran de nosotros», dice el señor Berenguer (Lluís Homar) en «La mala educación», como si la vida fuera el reflejo del cine, como si el cine, y en eso Pedro Almodóvar se parece a François Truffaut, fuera más grande que la vida.Arrebato nostálgicoAsí las cosas, «Los abrazos rotos» supone un avance en la dimensión metatextual del cine de Almodóvar, no sólo porque consolida la importancia de la cita como generadora de un discurso personal, perfectamente integrada en la arquitectura dramática de la película, sino porque incluye de una forma explícita la intención de reformular las claves de lo que conocemos como «almodovariano». Es interesante que «Chicas y maletas», la película que rueda Mateo Blanco con la novel Lena, no revele su condición de vodevil de alto copete hasta la secuencia final, que protagoniza Carmen Machi interpretando a una hilarante consejera de asuntos sociales adicta al sexo y a la cocaína. Si, por una parte, los fragmentos de «Chicas y maletas» desperdigados por el cuerpo central del relato no hacen sino subrayar el componente trágico de la relación entre Mateo (Homar) y Lena (Penélope Cruz), ese final parece responder al arrebato nostálgico de un director que empieza a añorar esa comedia, entre vulgar y sofisticada, entre castiza y universal, que lo catapultó a la fama. Quizá, después de tantos homenajes a «Duelo al sol» (en «Matador»), a «Sonata de otoño» (en «Tacones lejanos»), a «Opening Night» (en «Todo sobre mi madre»), a «Bellísima» (en «Volver») y a «Te querré siempre» (en «Los abrazos rotos»), Almodóvar necesite, como anunciaba en el título de su anterior película, volver: volver a los orígenes, volver a sí mismo para buscar nuevos caminos expresivos.
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