Toledo
Dieciséis años
Gracias a la Cabrera y a los que la han precedido, esas criaturas no tendrán educación cultural ni nada que se le parezca
Los dieciséis años son una edad maravillosa. Personalmente, yo los recuerdo como una de las etapas más felices de mi existencia. Cursaba yo sexto de bachillerato en San Antón y traducía a Esopo y a Jenofonte, a Tito Livio y Virgilio, a la vez que estudiaba Historia del Arte y Literatura universal. Mis diversiones eran muy plácidas y, en términos generales, de carácter cultural. Y sí, mis padres fiscalizaban mi existencia de una manera que me llevaba a preguntarme si no contarían con tablas que, ocultas de mi vista, les permitieran controlar casi cada minuto. Han cambiado mucho las cosas desde entonces. No creo que haya muchos padres –si es que queda alguno– dispuestos a montar en cólera porque sus hijos lleguen a casa después de las diez de la noche. Más bien me temo que están dispuestos a darse con un canto en los dientes con tal de que la criatura duerma en casa y no llegue borracha. Tampoco me da la impresión de que las amenazas por suspender una asignatura adquieran tintes apocalípticos en los que el mal alumno se vea en la tesitura de aprobar o verse arrojado a un mercado laboral en el que criaturas de catorce años suben cestas abarrotadas por escaleras interminables. Con todo, los jóvenes de dieciséis años todavía se ven restringidos en algunos comportamientos a la voluntad de sus padres y tutores. Por ejemplo, un niño no puede ir de viaje a Toledo con su clase sin que los padres lo autoricen y, desde luego, una niña no tiene posibilidad de emprender la procelosa trayectoria del metro de Madrid con destino en el Museo del Prado sin que sus progenitores consientan. Faltaría más. A saber lo que puede suceder con tan juveniles meninges ante el espectáculo escatológico del Entierro del Conde de Orgaz, que obliga a pensar en lo efímero de la existencia o el dolor profundo que puede provocar en ciertos cerebros la explicación de la perspectiva utilizada por Velázquez en «Las hilanderas» o –¡sumo esfuerzo!– en «Las meninas». No digamos ya si la visita se realiza en el extranjero. Una joven de dieciséis años jamás pisará el Dublín de Joyce o la Atenas de Pericles sin permiso de sus padres. Parece lógico. Pero ahora gracias a la ministra de Igual da que me da lo mismo, esa inefable maltratadora del lenguaje llamada Bibiana Aído, las chicas de dieciséis años acaban de conquistar eso que los progres, siempre tan cursis, denominan una cuota de libertad. Podrán abortar sin permiso de sus padres. Si bien se mira, es una medida lógica en una España donde rige un Código Penal impulsado por Belloch y De la Vega que constituye una auténtica invitación a la paidofilia. Gracias a la Cabrera y a los que la han precedido, esas criaturas no tendrán educación cultural ni nada que se les parezca; gracias a los titiriteros subvencionados, jamás se harán una idea de hasta qué punto son presa del mal gusto y gracias a las fanáticas de la ideología de género podrán destruir irremisiblemente su adolescencia iniciándose de manera prematura en el sexo y, con un poco de fortuna, acabando de destrozarse la inocencia con un aborto. Gran avance el que les conceden esas «miembras» de geró agria. Pasarán de la infancia a la vejez emocional sin haber vivido, en realidad, los dieciséis años.
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