Sucesos
El cachete
El prohibicionismo «buenista
» y estalinista de estas
personas tan raras que nos
gobiernan ha alcanzado al
cachete. A partir de ahora, unos padres
o unos abuelos que propinen
un cachete o un azote en el culo a
sus hijos o nietos, respectivamente,
pasarán a formar parte del grupo
social de los delincuentes. Se va
a reunir mucha gente decente en
las cárceles. Por supuesto, que el
cachete y el azote al niño díscolo y
desobediente constituye un grave
delito social. Asesinar a un niño indefenso
y perfecto un mes antes de
nacer no es un delito. Es un adelanto
de la sociedad.
Mis padres eran personas extraordinarias.
Me dieron dos cachetes y
veintidós azotes en el culo. Recuerdo
el origen y las consecuencias perfectamente.
Tuvieron razón sobrada
para hacerlo. El azote más contundente
de la mano izquierda de mi
padre, cuando había plantado lo
que habría de ser una hermosa pradera
que no podía ser pisada durante
los primeros días de la siembra. Mi
grácil cuerpo, la pisó y repateó con
estulta delicia entre requiebros y risitas.
La risita se me cortó al ver que
mi padre era el único espectador de
mi estupidez. Abandoné la pradera
pisoteada y mi padre me propinó un
contundente cachete con su mano
donostiarra en mi nalguerío mestizo.
Y me sentó muy bien, porque me
enseñó a respetar lo que no había
respetado. Mis grandes profesores,
e inolvidables, en los primeros años
del Colegio del Pilar fueron don
Genaro y don Eladio. Don Genaro
era mi profesor de francés, y aprovechando
que su atención estaba en la
pizarra y no en la clase, le hice burlas
traicioneras entre las risitas de mis
compañeros. Como una ráfaga se
volvió y me sorprendió dedicándole
una pedorreta. No me dio un cachete,
sino una leche que John Wayne
habría envidiado. Y me sentó muy
bien, porque me enseñó a respetar lo
que no había respetado. Don Eladio,
cuando me entró la risa por la muerte
del rey Favila a manos de un oso, se
limitó a darme un capón. Y me sentó
muy bien, porque me enseñó a no
reírme de la Historia.
Tenía catorce años cuando llegué
a mi casa dando tumbitos y con la
lengua estropajosa a medianoche.
De los veintidós azotes que he recibido
en mi vida, catorce me los
dio mi madre desde la puerta de mi
casa hasta mi cama. Y me sentaron
muy bien, porque aprendí que no
se puede jugar con la tranquilidad
de los demás y las normas horarias
de una familia numerosa y bastante
bien educada.
Recuerdo esos azotes y esos cachetes
con respeto y cariño. Como
padre, posteriormente, no he sido
jamás pegón ni duro, pero algún
azote se me ha escapado con toda
la razón de mi parte. El «buenismo»
estalinista que todo nos prohíbe ha
convertido en delincuentes a mis
padres, a mis profesores y a mí.
En Madrid, en Barcelona, en toda
España, con el aplauso del Gobierno
y de muchos de los diputados, se
asesina diariamente a centenares de
niños que sonríen en las entrañas de
sus madres, que esperan ver la luz de
la vida, o que no tienen capacidad
para defenderse. Pero eso es moderno
y no delictivo. Quieren ampliar
la posibilidad legal del asesinato.
El cachete, delito; el asesinato, una
discusión legal. Además de cínicos y
canallas, gilipollas.
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