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El mundo que viene

La Razón
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Recodaremos 2008 como el año en el cual se extinguió nuestro mundo. Que era, ahora lo sabemos, un mundo de ficción en buena parte. Habíamos nacido en él, sin embargo. Y no nos era pensable que detrás de su bien medida trama de decorados, detrás de su teatral carpintería, se hubiera abierto ya la puerta del vacío. Transitamos por el umbral que daba directo sobre ese abismo con una aceleración vertiginosa, que es quizá lo que más debiera, al cabo, sorprendernos: en marzo, el gobierno español -y, antes que nadie su presidente- hablaba de la inmediatez del «pleno empleo» y fulminaba como «antipatriota» a todo aquel que sencillamente sugiriera la verosímil cercanía de un ciclo de crisis; en octubre, el impávido ministro de Economía proclamaba la imposibilidad de que entráramos en nada a lo cual pudiera llamarse recesión: «no contemplaban» los sabios ministeriales tal hipótesis. Mediado octubre, comenzó la crisis. Entramos en 2009 en recesión brutal. Hasta el más optimista de quienes se dedican académicamente a la economía sabe la verdad: que será larga y dolorosa; que en torno un tercio de la economía mundial es sólo imaginaria y debe ser enterrada; que de ésta no habrá nadie que no salga más pobre; que la última vez que algo así se produjo en la economía mundial fue en 1929; que, tras el crack del 29, vinieron las quiebras bancarias de 1931 y 1932 en centroeuropa y la mastodóntica inflación; que eso llevó, en 1933, a Hitler al poder; y a Europa entera a la guerra entre 1936 y 1945; que la crisis sólo se cerró en 1948, tras el mayor ciclo de destrucción -material y moral- de la historia. Analizando en frío, sin tentación apocalíptica alguna, los datos, en nada es el horizonte actual más halagüeño que el de 1929. No hay ascenso de grandes potencias fascistas, desde luego (Chávez, Castro o Kirchner, en el teatro mundial, son anécdotas). Pero nadie en su sano juicio puede juzgar que el estallido del teocratismo islámico sea menos letal para la democracia que el de los fascismos clásicos. Con un agravante: el mundo desarrollado ha jugado con fuego al apostar, durante tres cuartos de siglo, por la casi exclusividad energética del petróleo. Hoy, eso pone las economías mundiales al albur de las decisiones tomadas por la media docena de tiranos más infames del planeta: los que controlan el crudo del Golfo. Mientras una fuente energética alternativa -que sólo puede venir de la investigación nuclear- no desplace a los hidrocarburos, la economía mundial perseverará en una precariedad crónica. Tanto los Estados Unidos como Europa se enfrentan, en 2009, a su envite definitivo. No hay más que dos alternativas: reinventar toda la estructura productiva o morir. Puede que los Estados Unidos estén en condiciones de aceptar el reto: eso, al menos, da a entender la formación de un gobierno de coalición amplia por Barack Obama y su apuesta en política exterior por una Hillary Clinton poco equívoca en su defensa de la democracia israelí en el Cercano Oriente. En cuanto a Europa, no pienso que quede mucho ya que hacer; salvo enterrarla. Es nuestro mundo que acaba. Y, con él, nosotros.