Constitución

España nuestra libertad

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El surgimiento de la Nación constitucional española en 1812 marcó el comienzo del fin de los privilegios estamentales y de los fueros territoriales que impedían el crecimiento económico y que sometían a la población a la explotación de oligarquías ociosas Una de las iniciativas más meritorias y útiles surgidas de nuestra sociedad civil en tiempos recientes ha sido sin duda la creación y posterior consolidación de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, que preside el diputado autonómico vasco Santiago Abascal y en cuyo patronato figuran conocidas figuras del mundo académico, empresarial, político y periodístico. La Fundación DENAES, acróstico con el que se la conoce y que la ha popularizado, ha publicado hace pocas semanas un libro titulado «En defensa de España: razones para un patriotismo español», en el que de manera clara, precisa, documentada y contundente, demuestra que España como Nación se encuentra seriamente amenazada en su misma existencia, sobre todo por fuerzas internas a la propia Nación. La lectura de este breve pero intenso texto de denuncia y a la vez alegato en favor de la pervivencia de España, pone ante nuestros ojos la magnitud del absurdo en el que hemos vivido instalados durante treinta años y que cada día nos aproxima un paso más al desastre. Nuestra historia desde que se cerrara el pacto de la Transición en 1978, será estudiada en el futuro con incredulidad y asombro y como uno de los casos de ceguera colectiva más notorios jamás acaecidos en el devenir de un país occidental avanzado. Porque, en efecto, cuesta creer que un sistema político diseñado para proporcionar a sus ciudadanos estabilidad, seguridad y paz, permita que operen en su seno aprovechando todas las ventajas y derechos que el propio sistema contempla, a grupos organizados que proclaman que su propósito principal es la destrucción del orden establecido y la disolución de la matriz nacional que le da sentido y sustento. Si a este hecho disparatado se añade la circunstancia de que estos partidos y sectores sociales desleales y agresivos representan apenas una décima parte del cuerpo electoral nacional, lo inaudito de la situación adquiere tintes esperpénticos. La Fundación DENAES es implacable en su análisis de este fenómeno sorprendente que reúne equilibradamente mezclados los peligrosos ingredientes del masoquismo, la irresponsabilidad, el acomplejamiento, la debilidad, el oportunismo, la pusilanimidad y la ignorancia. Así, los errores, las renuncias y las capitulaciones se han ido multiplicando y superponiendo hasta tejer una malla tan tupida y viscosa que romperla se ha convertido en una hazaña sólo al alcance de héroes o en el resultado previsible de una catástrofe de tales proporciones que obligue a los españoles a despertar del letargo en el que vegetan y que los pone a merced de sus más porfiados enemigos. Me limitaré citar dos ejemplos que ilustran elocuentemente la riqueza argumental desplegada por la Fundación DENAES en su ensayo en defensa de España. Suele aceptarse mansamente que los nacionalismos de raíz étnico-lingüística, como el catalán o el vasco, son movimientos progresistas y que aquellos que se les oponen demuestran encontrarse inmersos en la reacción más retrógrada. Sin embargo, la realidad es exactamente la contraria. El surgimiento de la Nación constitucional española en 1812 marcó el comienzo del fin de los privilegios estamentales y de los fueros territoriales que impedían el crecimiento económico y que sometían a grandes capas de la población a la explotación de oligarquías ociosas. Por tanto, la reclamación del regreso a una España fragmentada en nacioncillas inventadas quebrando la igualdad de los españoles ante la ley, signo inequívoco de modernidad ilustrada, constituye un retroceso inaceptable y un empobrecimiento general en lo material y en lo moral. Los reaccionarios, los arcaicos, los carcas, son obviamente los nacionalistas, no los patriotas españoles. Otro desenfoque notable lo suministra esa idea aberrante en virtud de la cual los particularismos secesionistas encarnan los valores del pluralismo por lo que poseen un plus democrático y que, en consecuencia, los que nos resistimos a sus maniobras disolventes carecemos de sensibilidad democrática y destilamos un desagradable tufillo dictatorial. De nuevo la verdad es diametralmente opuesta. Los totalitarios, los que se apresuran a aplastar los derechos fundamentales de los individuos en los terrenos lingüístico y cultural allí donde ejercen el poder son los nacionalistas, mientras que los genuinos campeones de los principios de la sociedad abierta militan en el campo constitucional español y propugnan la unidad y la cohesión de una Nación de ciudadanos en contraste a la agregación de tribus afanosamente perseguida por los Carod, Mas, Ibarretxe y Quintana de turno. A los dos grandes partidos supuestamente nacionales se les va agotando el tiempo para recuperar la lucidez y el coraje necesarios para detener e invertir el proceso de voladura de una de las Naciones más antiguas y admirables del planeta. En tanto no llega este momento glorioso, la Fundación DENAES hace muy bien en recordarles el artículo 30 de nuestra maltrecha Constitución, de acuerdo con el cual todos los españoles tenemos el deber y el derecho de defender a España. Todos, conviene no olvidarlo.