Nueva York
Se necesita «crítico feroz»
Quien se siente metido desde hace muchas décadas en el teatro, hoy puede observar un raro fenómeno de la vida teatral española. Sobre todo en las ciudades en las que se produce teatro con regularidad institucional. Me refiero a la ausencia de un crítico feroz, de una incuestionable autoridad, reconocida por una mayoría de profesionales y lectores. Cuando yo entraba a trabajar en un teatro del extranjero, siempre preguntaba: «¿A quién teméis aquí?». Las miradas se encendían y, en la contestación, parecía que se quitaban la palabra de la boca, para coincidir en lo mismo: «A fulano de Tal. Ése es terrible». Aquello me parecía muy natural, ya fuera en París, en Berlín, en Viena, en Nueva York y, naturalmente, en Madrid y Barcelona. El crítico feroz era un dinamizador bien curioso de la vida teatral, sumando un «angustioso suspense» a la ya muy apasionada y militante existencia de la farándula en general.En estos momentos de nuestro devenir teatral, el fenómeno que señalo –que me sorprende y desconcierta–, cuando parece que el público aumenta y se hacen ambiciosos y renovadores montajes, es que el crítico feroz, fustigador y, paradójicamente, alentador y excitante, brilla por su ausencia. Trato de exponer y analizar este fenómeno sociológico con la suficiente objetividad.Primero, me viene la duda de si el teatro no marcha mejor sin este complemento tan tradicional del crítico feroz, y la verdadera crítica la ejerce el público asistente, con su específica opinión, por la que ha tenido que pagar. Pero aún no se sabe si es un adelanto o una pérdida cultural. En segundo lugar, ¿qué requisitos se necesitan para erigirse en crítico feroz? Sin duda un profundo conocimiento de la historia teatral y de las señales de progreso o estancamiento circunstanciales de dicho colectivo. Pero hay algo más, la tribuna periodística desde la que se expresa, que ha de ser prestigiosa y de gran tirada. Hay «críticos feroces» de derechas y de izquierdas. En mis tiempos, en Francia, se hacían notar dos: el de «Le Fígaro» y el de «Le Monde», luego vino el de «L`Observateur». La profesión teatral en París ardía, como se puede suponer. En Londres sucedía algo parecido y no digamos en Nueva York. Pero, con el mismo conocimiento y capacidad, es raro que, en un periódico sin un amplio poder de difusión, el crítico feroz prospere e influya tan considerablemente sobre la grey teatral. Pensemos en lo feroz que pudo ser Larra desde una prensa prestigiosa y tirando a ilustrada. Hoy valoramos sus aciertos críticos pero, en su tiempo, procuró disgustos tremendos y despertó fobias persecutorias, mayores que las que se procuró Moratín, como crítico y censor, que no fue cosa de poco. Los dos conmovieron al estamento teatral español, que engordaba de pereza y chabacanería conservadora. Fueron injustos en la medida que se ensañaron como inquisidores de la razón, y no hay razón que no entrañe una tiranía, ni razón que, con la evolución y el tiempo, no se vuelva una sinrazón. A Moratín le quitó la razón el romanticismo; a Larra, el naturalismo.Pero concluyamos: el inusitado fenómeno del teatro español –que se está desarrollando con cierta euforia– es que en la España democrática de Zapatero no hay crítico feroz, ni en Barcelona ni en Madrid. Todo va muy bien, pero el autor español escasea casi tanto como el crítico feroz, y esto sí que no se puede considerar un adelanto ni una conquista. Yo lamento y lloro todavía a mi amigo Eduardo Haro Tecglen, crítico teatral de «El País» –que también y tampoco llevaba razón– del que recibí más de un latigazo y algún halago que me enardecieron, como a tantos más de la profesión, que entonces abundaba en autores de reconocida solvencia. Pero sin crítico feroz, esos autores casi desaparecen y, si existen, no se les valora con precisión, se confunden con el negocio teatral indiscriminado, se les despoja de una identidad valorativa en el conjunto del gran colectivo teatral. Y esto es lo más grave, por anormal. Este cambio climático de la cultura nos puede preocupar.
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