Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (X): Con Bob y Woody
Los hospitales van camino del colapso. Tenemos disponibles unas 56.000 camas y serán necesarias no menos de 140.000»
Me siento cada mañana a teclear, pero ayer, anteayer para ustedes, fue imposible. Volvía a sentirme fiebroso, aunque el termómetro dijera lo contrario, y la presión en el pecho, lejos de disminuir, había aumentado. Ahora parece que estoy mejor. Y qué ridículo hacer el poema autorreferencial o el artículo biográfico cuando millones sufren. Y no se me ocurre mejor forma de trascender lo personal y egotista que dando en quesitos portátiles el mal de uno hasta hacerlo soluble en lo colectivo. Hasta anularlo a base de compartirlo. Por sufrimiento y mal me refiero al miedo, la enfermedad e, incluso, la muerte. De los frívolos esos que comentan lo mucho que bostezan en casa, que el cielo, ahí fuera, sonríe azulón y nosotros encerrados, que escriben del latazo que dan los niños y tuitean trillones de memes perfectamente memos, casi mejor no hablo. O sí, pero después de contarles que Teresa murió anteayer y que en Nueva York los hospitales van camino del colapso. No hoy, ni mañana, pero sí en las próximas semanas. Tenemos disponibles unas 56.000 camas y estiman que en el pico de la epidemia serán necesarias no menos de 140.000. Miles de médicos y enfermeros jubilados, y de trabajadores de salud mental, han acudido a las filas de la lucha contra el monstruo. En las urgencias de todos los hospitales neoyorquinos, y españoles, e italianos, etc., hay gente que pelea por otro chupito de aire mientras el virus esposa sus pulmones y el sistema inmune salta por los aires como la santabárbara de un galeón picado de pólvora y violencia. Y son miles, decenas de miles, los sanitarios que luchan con todo, con guardias inhumanas, con los equipos de protección diezmados o sencillamente parcheados mediante soluciones caseras tan imprescindibles como vergonzosas. «Nos sentimos como corderos enviados al matadero», dice un médico, no sé si en CNN o en el «New York Times». En Los Ángeles, el Ayuntamiento ha resuelto cerrar todas las playas. Ya era hora. Mike Pence, el vicepresidente, trata de enjuagar en lo posible las jeremiadas de su jefe, que lamentablemente es también el nuestro. Explica que cuando Donald Trump habla de reabrir el país en dos semanas se trata más de un deseo, un anhelo, un sueño, un no sé qué adolescente y lírico, una flor tuberculosa y seca, sellada entre las páginas de un libro, que un proyecto en firme. Quiere decir que cuando Trump habla en general, hay que tomárselo todo como quien escucha llover. Pero no lo dice así porque en el teórico arranque de valor le va al puesto y el sueldo. Esperan que esta misma tarde Trump firme un plan de estímulo, que debe responder a una ruina cierta. Solo la pasada semana se apuntaron al paro 3.000.000 de ciudadanos. Un número que quintuplica las peores cifras de la crisis de 2009. En Nueva York más de un tercio de todos los restaurantes corre el riesgo de no volver abrir. La sucesión de malas noticias y la angustia de la cuarentena aconsejan medidas drásticas, señales de mejoría, motivos para seguir tirando. A mí, y a unos cuantos más, nos alegra el viernes saber que Bob Dylan ha lanzado una canción nueva, «Murder most foul», la primera desde que publicó el estupendo «Tempest» en 2012. Está dedicada al asesinato de Kennedy y luego sigue con un ejercicio de homenaje a mil y una canciones, músicos y actores que tiene algo de oración visceral y melómana, melancólica y vitalista, por nosotros mismos.
Que tenga más canciones
Ojalá que el bardo tenga más canciones en la canana y dispare otro disco en unos meses. Mi otra medicina, descontados los mucolíticos y el agua, hectolitros de agua, son las memorias de Woody Allen. Las ha publicado por sorpresa, después de que la editorial Hachette las censurase a unos días de la fecha de lanzamiento. No pierdan demasiado el tiempo con las críticas que están saliendo. La inmensa mayoría están escritas por gente demasiado asustada, demasiado cobarde, como para perder el tiempo. Les puede el pavor al qué dirán y, por supuesto, escriben de oído. Descontadas las hienas que acusan de pederasta a un hombre inocente a los ojos de la justicia, no sea, del juez, de los forenses, de los detectives, etc. siento especiales náuseas con los comemierdas que disparan el siempre viscosito y baboso Yo no sé si… Más allá de sus aguijonazos de alcantarilla queda un libro magnífico, nostálgico, brillante, divertidísimo, vibrante y colorista. De la infancia en Brooklyn a los inicios como niño prodigio de la comedia, Allen es magnánimo y dulce con casi todos y sarcástico y duro consigo mismo. Alguien que desea que sus cenizas sean esparcidas alrededor de una farmacia solo puede ser mi amigo.
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