Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXII): Porque los ataúdes

En la versión resumida, el Gobierno estadounidense fue completamente inútil, inane, inepto. Actuó tarde, actuó mal»

Hay 26.950 muertos en Estados Unidos y en los medios no aflojan en sus críticas al Gobierno. Un Ejecutivo cautivo de su obsesión por la imagen, desnortado. Que lo mismo dispara contra la Organización Mundial de la Salud, que desde luego tiene poco de qué presumir, que pasa por encima de los hechos, la hemeroteca y los números. Una Casa Blanca fumigada por la ceniza en tumbas colectivas, morgues atiborradas, funerarias sin fecha para enterramientos en más de dos semanas, con la gente incapaz de despedir a los suyos y los suyos en bolsas de plástico o urnas perdidas en la isla de Hart, orillas del Bronx. No decae el show diario que avergüenza y confunden, el espectáculo periódico de teatralidad y trolas. Mientras los ciudadanos todavía deliran, pobres, que esto pasará en unas semanas. Lean a los especialistas. No abandonaremos la centrifugadora antes de año y medio o dos años. Habrá que reabrir para no morir de hambre, pero los peligros son innumerables y los tratamientos quizá no vayan más allá de los que ya existen para la gripe, que podemos aliviar pero no curar. La inmunidad de rebaño es, de momento, poco más que una utopía. Entre otras cosas, porque desconocemos cuánta gente ha contraído la enfermedad. Ni siquiera sabemos si los anticuerpos en la sangre de los enfermos curados servirán para evitar que vuelvan a infectarse. De los conciertos, casi seguro de los restaurantes y bares, de la gente en las playas y no digamos ya en los auditorios, de las discotecas y los gimnasios, etc., pueden despedirse, como mínimo, hasta otoño de 2021.

En la versión resumida, el Gobierno estadounidense fue completamente inútil, inane, inepto. Actuó tarde, actuó mal, actuó encogido porque gobernar quema y escuchar sus propios sollozos y cerrar los ojitos muy fuerte con la esperanza de, al abrirlos, poder gritar todo fue un sueño. En la versión larga, gestionó la pandemia que llegaba con la falta de cuidado y las manoplas de oso propias de un analfabeto al frente de un sofisticado laboratorio.

El coronavirus impactó en Estados Unidos sin tests ni capacidad alguna para realizarlos. Sin mascarillas. Sin respiradores suficientes. Con un número de camas de cuidados intensivos muy inferior a las exigencias del monstruo. Con 50.000 profesionales menos en unas agencias de Sanidad y Ciencia diezmadas por los recortes presupuestarios desde el año 2008. Con un presidente, Donald Trump, que prefería guiarse por su intuición antes que escuchar a un científico y todo lo fiaba a no malbaratar las cifras macroeconómicas, fastuosas. Como si la pura voluntad y la cantinela o mantra de que todo estaba bien ahorme las dimensiones de la pandemia. En el podio de púgiles borrachos destaca luego el Ejecutivo del señor Pedro Sánchez. España, con más de 70.000 enfermeras infectadas, con 177.633 casos de coronavirus diagnosticados y 18.579 muertos, en España, digo, seguimos siendo el primer país del mundo por número de muertos por habitante. Pero nos entretenemos cantidad enredados en discusiones éticas respecto a la necesidad de mostrarlos, el papel del periodismo, los límites del buen gusto la urgencia por potenciar el buen rollo, la mala vibra de según qué fotografías, los sumideros de la deontología. Donde no llega el denuedo optimista alcanzaremos el nirvana mediante la mordaza. Profetizada en esta inolvidable pregunta formulada por cada día más infame e infecto Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a los españolitos. Leo: «¿Cree usted. que en estos momentos pueden evitar la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener la libertad total para la difusión de noticias e informaciones?». Pero el periodismo, los periodistas, no estamos aquí para elevar la moral de la tropa, sugestionar al caído, animar al postrado o colorear con rosa chicle la sucia realidad. El periodismo, el bueno, el único que merece la pena, interroga conciencias. Separar la realidad y la propaganda. Cuestiona los relatos oficiales. Del hombre que vuela hacia la muerte en Manhattan a los desollados entre las vías un 11-M, del fotógrafo Kevin Carter, el buitre que acechaba y el niño, identificado en Sudán como Kong Nyong por el gran Alberto Rojas, y de ahí a la brutal fotografía de Therese Frare, El rostro del SIDA, que ilustra la muerte en 1990 de David Kirby, toca ilustrar de qué hablamos cuando hablamos del terror, el hambre o las pandemias, así como de las consecuencias de la gestión política. Porque los muertos son algo más que números. Porque los ataúdes nos interpelan.