Coronavirus
Un confinamiento de ultramar (XVLVIL): Las bárbaras, terribles, amorosas crueldades
Las comparecencias del presidente Trump causan ya más tedio que vergüenza, más cansancio que estupefacción o enfado»
Le vimos patear periodistas y llamar china a una periodista que nació en China pero vive en EE.UU desde los dos años. Le escuchamos con verbo inverosímil presumir de que su país lo está haciendo de miedo, de cine, de película y champions o anillo de la NBA. Le hemos visto mentir sobre el número de tests, sobre la deplorable situación de los stocks, sobre los escombros de la economía, que tiembla, y sobre la responsabilidad del gobierno federal, escondido debajo de la cama, y sobre la lejía, que lava más blanco el exófago y plancha que te plancha los pulmones, y sobre la luz ultravioleta, y sobre los laboratorios ultrasecretos y en fin, han sido tantos los combates contra la razón que las comparecencias del presidente Trump causan ya más tedio que vergüenza, más cansancio que estupefacción o enfado. Pero a su lado siempre hay un científico como Anthony Fauci, director del Centro Nacional de Alergias y enfermedades Infecciosas. Un hombre dedicado en primer lugar a despachar sus trolas, reventar sus exageraciones, desautorizar con mano izquierda y buena cara el tormento de sus bulos y a colocar sobre la mesa una pila de buena ciencia y datos contrastables. A su vera hay un tipo que contradice los discursos triunfales y explica que cualquier paso en falso, cualquier precipitación, cualquier aceleración puede llevarnos derechitos a la catástrofe. No sólo eso: durante su comparecencia ante los senadores, porque aquí los responsables sanitarios sí que rinden cuentas ante el legislativo, Anthony Fauci insistió ayer en que posiblemente el número de muertos sea superior, incluso muy superior, al que dan por bueno las autoridades. Fauci es nuestro ansiolítico más elegante y contraintuitivo: lejos de montar una juerga con palabras de ánimo, discursos de coach, masajes en el bajo vientre del respetable y palabras blandas recuerda a diario lo cerca que seguimos del abismo, la hecatombe sufrida en los servicios sanitarios, el miedo que todavía repta como un labrador de muertos por los pasillos de los hospitales y el escándalo de unos políticos incapaces de reaccionar, ciegos ante los faros del coche. Lejos de asustar o deprimir, lejos de molestar o enfurecer Fauci calienta el corazón porque los seres humanos, aunque narcisos, también necesitan su buena dosis de verdades, de bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
más asume Fauci que delante suyo hay un auditorio de seres pensantes y no meramente sintientes, de contribuyentes muy capaces de sacar en claro palabras de lo oscuro y de entender que en las horas aciagas no hay sitio para los niños y que la pandemia no es país para imbéciles mejor respira la opinión pública, indudablemente acojonada, agotada, exigida, pisoteada, pero sobre todo agradecida de que el portavoz o el experto no emplee la lengua de madera de los mentirosos. Los que hemos seguido a diario las comparecencias del presidente, los que sufrimos sus discursos y sus coces, los que tratamos de poner orden en la monstruosa altanería de un fulano presidente Donald Trump, prototípico de estos tiempos líquidos, donde la excelencia y la auctoritas ceden su espacio a la política show y el festival epidérmico de eructos, no podemos sino suspirar aliviados cada vez que asoma en la pantalla el rostro afilado, noble y enjuto del buen médico. Su discurso ante los senadores tuvo todo el sabor y el perfume del profesional que sabe cuál es su sitio y cuál su papel. A Fauci no le corresponde decidir por los políticos ni valorar más argumentos que los derivados del debate científico. A los gobernantes sí, por más que los opinadores sin alcohol confundan la necesidad de escuchar a los expertos con una especie de elogio de la tecnocracia y condena de la política. Es cierto, como me explicó en su día la psicóloga Susan Pinker, «Cualquiera que centre todo en la ideología y se niegue a explorar nuevas ideas corre el riesgo de operar en un marco mental totalitario, donde aquellos que no encajen serán tildados de traidores». Pero también lo es que al gobernante le toca apostar atendiendo a consideraciones y argumentos muy diversos. Después de escuchar a Fauci, que nos salva de la avalancha gonorreica del verbo populista, la cosa mejora cuando poco después uno abre los periódicos y encuentra que del New York Times al Washington Post, el Chicago Tribune o la NPR la profesión no mendiga corruscos en forma de subvenciones, no reclama caricias con formato de halago y ayudas fiscales ni confunde el patriotismo con la grosera sumisión al príncipe.
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