Vida extraordinaria
El Príncipe Felipe: marido infiel, padre feroz, abuelo entrañable
Enérgico y brillante, dejó su huella en los avatares de una familia, una nación y la historia de Reino Unido
Dicen que la reina Isabel hizo llegar su malestar a los productores de The Crown por el retrato frío y soberbio que hacían de su esposo. Sin embargo, los guionistas de esa popular serie sobre los Windsor se limitaban a reproducir la imagen (quizá con el tono algo más cargado al que invita el espectáculo) que biógrafos, amigos e incluso su propio hijo Carlos mostraron casi siempre del consorte de Inglaterra.
No parece que Felipe de Edimburgo fuera ni un esposo ni un padre modelo. Probablemente se esforzó por serlo, pero le faltaban referentes. Es difícil aprender sobre afectos y lealtades cuando te enseñan a vivir sin ellos. Nunca ha sido ese un escenario extraño para los príncipes, aunque en su caso las relaciones familiares fueron especialmente traumáticas. Su padre, el príncipe Andrés de Grecia, condenado a muerte en su país natal tras la Primera Guerra Mundial por colaborar con el enemigo, huyó con su mujer y sus cinco hijos a Francia con la intención de deshacerse cuando antes de ellos y disfrutar de la vida junto a su amante, una actriz que le hacía feliz entre borracheras y noches de casino.
Tampoco el pequeño Felipe, el único hijo varón, pudo contar con la atención de su madre, la triste y desquiciada princesa Alicia de Grecia. Sus desequilibrios emocionales fueron diagnosticados como esquizofrenia cuando él solo tenía nueve años, lo que la llevó a ser recluida en un sanatorio. No la volvería a ver hasta cumplir los 16. Sus cuatro hermanas, por entonces ya todas casadas, habían formado sus propias familias en Alemania, de modo que el destino del a todos los efectos huérfano real fueron los internados en Francia, Reino Unido y Alemania, donde le inculcaron que la más severa disciplina y el desafecto hacen a los verdaderos hombres.
El único que le ofreció algo parecido al cariño fue su tío Lord Mountbatten, quien se convirtió en su tutor y le animó a iniciar una carrera militar. Por entonces, Alicia, su madre, que al fin logró mantener estable su enfermedad, había tomado los hábitos como monja ortodoxa y fundado su propia orden religiosa. Madre e hijo mantuvieron un contacto distante hasta que Alicia, ya anciana y sin feligreses que atender, terminó viviendo con su hijo en el palacio de Buckingham y muriendo en él. Este es el Felipe que Isabel conoce siendo aún una niña de 13 años: un apuesto oficial de la Marina británica cinco años mayor que la deslumbró con su atractivo y su vitalidad, brillante en su historial académico, deportista notable, divertido y con encanto, pero con un bagaje emocional limitado a la supervivencia. Y de esa forma tuvo que enfrentarse al desafío de ser marido de una reina y padre de familia, ignorando lo que realmente eso significa.
La figura de consorte ahogó a quien aspiraba a disfrutar al menos del protagonismo de su cuna y de su destacada carrera militar, de modo que consoló su frustración huyendo de la corte en brazos de amantes eventuales, una afición que mantuvo hasta que la edad apagó el deseo de conquistas.Con sus hijos asumió la responsabilidad hasta donde creyó que le correspondía, es decir, exigiéndoles los atributos que deben tener los príncipes y ofreciéndoles poco de lo que precisan los niños. Carlos, su primogénito, al que definió como un «pudin de ciruelas» la primera vez que le cogió en brazos, fue convirtiéndose según crecía en su gran decepción. Excesivamente sensible para su gusto, de salud frágil, poco dotado para el deporte y ajeno a las aficiones paternas, como la caza o la navegación, intentó enderezarlo matriculándole en el mismo internado inglés en el que él estuvo y que Carlos definió como «una sentencia a prisión».
«La enérgica personalidad de mi padre me tenía totalmente intimidado, sus constantes broncas me llevaban hasta las lágrimas», aseguró el príncipe de Gales en una entrevista. La displicencia con que le trataba empeoraba al compararle con su hermana Ana, la favorita entre sus hijos. «Felipe siempre fue más afín a Ana porque se parecía a él, a su forma de pensar. En cambio, Carlos es como la reina», comentaba en una biografía sobre el duque Eileen Parker, una amiga de su círculo más íntimo.
Carlos siempre buscó desesperadamente el aprecio de su padre, pero las esperanzas de conseguirlo se desvanecieron definitivamente por las consecuencias de su tormentosa unión con Diana de Gales. Felipe no demostró ningún afecto por ella hasta que Camilla Parker-Bowles convirtió el matrimonio del heredero en un asunto de tres. Entonces decidió tomar partido en el divorcio y lo hizo a favor de su nuera. Unas cartas hechas públicas hace un año revelan el apoyo que ofreció a Diana en mitad de aquel escándalo: «Es estúpido que un hombre con el estatus de Carlos arriesgue todo por Camilla —se lamentaba en una de esas misivas—. Nunca imaginamos que podría dejarte por ella. Tal probabilidad nunca se nos pasó por la cabeza. No me puedo imaginar que una persona sensata pueda dejarte por Camilla». Su relación con Sarah Ferguson, la esposa del príncipe Andrés, llevó el camino contrario: bien avenidos al principio, finalizó de mala manera cuando la pareja decidió separarse. Entonces sí protegió a su hijo frente a una mujer a la que, según trascendió, consideraba «una idiota» que debería recluirse en un convento o en un manicomio.
Es posible que el tiempo apaciguara su carácter estricto y algo arbitrario, o quizá es que esperó a ser abuelo para permitirse compartir las emociones que a él le negaron, pero el hecho es que la cercanía que mostró por sus nietos seguramente la hubieran deseado sus hijos. Una vez le preguntaron al príncipe Guillermo cómo definiría a su abuelo: «Solo con una palabra: ¡legendario!», contestó. Harry y su hermano encontraron en Felipe protección y cariño cuando perdieron a su madre, y eso nunca lo olvidaron. «Es increíble. La roca de la familia», dijo de él también Eugenia de York, que siempre le demostró un afecto especial, a pesar de que su madre, la ex duquesa de York, tuviera una opinión bien diferente. Ellos sí vieron al hombre que habría podido ser si no hubiera crecido como un príncipe desdichado. El hombre del que se enamoró la reina, el que la hizo sufrir, mucho, y también reír con sus ocurrencias, como la que compartió con su biógrafo Tim Heald cuando este le preguntó sobre el epitafio que querría en su sepultura: «No me interesa lo que ponga en mi tumba. Estaré muerto para entonces y nada preocupado por lo que la gente pueda pensar. No me tomo tan en serio a mí mismo».
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